En esta entrevista con Caelainn Hogan, autora del libro La república de la vergüenza, la periodista irlandesa repasa las raíces de una estructura profundamente patriarcal que convirtió a miles de mujeres en presas del silencio institucional. Entre 1922 y 1996, las lavanderías de las Magdalenas —regentadas por órdenes religiosas con el beneplácito del Estado— sirvieron como centros de reclusión y castigo para mujeres consideradas “descarriadas”: madres solteras, víctimas de abuso o simplemente jóvenes sin un hogar. En ellas, estas mujeres realizaban trabajos forzados sin salario, eran separadas de sus hijos —frecuentemente dados en adopción sin consentimiento— y sometidas a una disciplina férrea bajo la coartada de la redención moral.
Fue en 2014 cuando el hallazgo de una fosa común con restos de al menos 796 niños en el convento de Tuam obligó al Estado a abrir investigaciones que destaparon una red de instituciones en las que imperaban la represión, la negligencia y la violencia sistemática. Caelainn Hogan recorrió Irlanda hablando con supervivientes, religiosas, exfuncionarios y activistas, y rastreó archivos eclesiásticos y estatales para componer un retrato devastador del entramado de poderes que sostuvo este “complejo industrial de la vergüenza”. Lo que revela es, en sus propias palabras, un país que se alió consigo mismo —Iglesia, Estado y sociedad civil— para encerrar, castigar y borrar del relato público a las mujeres que osaron vivir al margen del canon moral dominante.

Su libro pone al descubierto la connivencia entre la Iglesia, el Estado y la sociedad para avergonzar e internar a las mujeres. ¿Qué cree usted que permitió que este sistema perdurara tanto tiempo en Irlanda?
Tuvimos una teocracia de facto en Irlanda que solo empezó a perder el control absoluto cuando yo nací, y ejercía ese control mediante la vergüenza y la represión, a través de una cultura de silencio en la sociedad impuesta por el dogma y mediante la negación de la igualdad de derechos ante la ley. Yo nací en 1988 de padres que no estaban casados. La condición legal de “ilegitimidad” solo cambió en 1987. Así que, si hubiera nacido unos meses antes, no habría tenido los mismos derechos que un niño nacido dentro del matrimonio. Los preservativos no fueron plenamente legales en Irlanda hasta los años noventa, por no hablar del aborto.
El complejo industrial de la vergüenza en Irlanda se construyó en las instituciones vacías del sistema de workhouses que el colonialismo británico impuso en nuestro país, un sistema que castigaba a la gente pobre y sin hogar, que segregaba a las familias y obligaba a la gente a vivir en condiciones inhumanas mientras lo llamaba caridad. Con una población traumatizada y explotada y un nuevo Estado irlandés que había permitido la partición de la isla y contaba con escasos recursos, el poder sobre los servicios sociales, la sanidad y la educación se entregó a la Iglesia católica, que utilizó nuestras propias donaciones y el dinero público para construir un sistema de instituciones en gran medida privado que causó daños intergeneracionales.
Durante mucho tiempo, la autoridad de la Iglesia fue incuestionable en Irlanda. Las personas que se quedaban embarazadas fuera del matrimonio y sus llamados hijos «ilegítimos» eran un desafío directo a esta autoridad, una prueba física de transgresión, por lo que las hacían desaparecer, y eran castigadas y separadas a la fuerza. Los movimientos de liberación y cambio de las mujeres alzaron la voz y desafiaron esa autoridad. Y lo que finalmente quebró la autoridad de la Iglesia fue cuando los supervivientes empezaron a hablar de los abusos sistémicos que sufrieron de niños en instituciones dirigidas por religiosos.
Usted visitó muchos de los centros y habló con supervivientes, figuras religiosas y funcionarios. ¿Qué momento o testimonio le impresionó más durante su investigación?
Uno de los momentos que se me quedan grabados es el de hablar con una monja en un hotel muy lujoso de Dublín donde había pedido reunirse. Sigue siendo la taza de té más cara que he tomado nunca. Demasiado para sus votos de caridad. Al principio pensé que no diría nada significativo durante la entrevista, ya que se mostró hostil e incómoda, con la sensación de que los medios de comunicación vilipendiaban a las órdenes religiosas y nunca querían escuchar su versión. Pero al mismo tiempo se negaba a hablar conmigo. Me repitió las mismas frases que había oído una y otra vez de las órdenes religiosas: que estaban ayudando a las madres y a los niños, que las familias y los padres eran los culpables, aunque muchas de estas familias y padres nunca lo supieron. Que los medios de comunicación no querían oír la versión de la Iglesia, y sin embargo las monjas casi nunca hablaban con nadie de los medios.
Entonces, de la nada, esta monja empezó a contarme cómo había trabajado en una lavandería Magdalena cuando era novicia, cómo recordaba que a las mujeres y niñas obligadas a trabajar allí las llamaban «penitentes» y las trataban con crueldad, cómo quería hablar de ello pero había un silencio institucional.
Pude hablar con muchas religiosas y esta cultura del silencio era omnipresente. Una me llamó para decirme que no debería haber hablado conmigo y luego siguió contándome sus experiencias. Hablé con una monja que trabajaba como matrona en la mayor institución de acogida de madres y bebés de Irlanda y, tras nuestro encuentro, recibí una llamada de su superiora para decirme que la monja con la que había hablado tenía mala memoria, diciéndome de hecho que ignorara la conversación que había mantenido y que silenciara a esta mujer. Otra orden religiosa me dijo que podía hablar con un puñado de mujeres de su orden que habían trabajado en la institución de acogida de madres y bebés donde murieron más de 900 niños. Sin embargo, en cuanto intervino un abogado, la conversación se cerró. Creo que la opinión pública se mostraría más comprensiva si las órdenes religiosas mostraran realmente arrepentimiento y apoyaran la transparencia y la justicia para los supervivientes, muchos de los cuales son creyentes. Hablando con las monjas, llegué a comprender cómo, individualmente, la gente quiere romper silencios, pero que las instituciones protegerán sus intereses y sus bienes mediante la represión y el control.

El libro traza un retrato estremecedor de cómo la vergüenza se convirtió en arma contra las mujeres. A su juicio, ¿cómo ha interiorizado la sociedad irlandesa este legado de control y moralidad policial?
Los jóvenes irlandeses que han leído el libro me dicen que siguen experimentando una cultura de vergüenza, sobre todo por la falta de educación sexual adecuada en las escuelas. Alumnas víctimas de abuso sexual basado en imágenes —cuando se comparten fotos sin consentimiento— me contaron que sus profesores las avergonzaban en clase como si ellas hubieran hecho algo malo. La Iglesia católica controla aún más del 90 % de nuestras escuelas primarias e influye en educación, sanidad y servicios sociales.
Vemos el legado de estas instituciones en el estigma continuo contra padres y madres solteros sin vivienda o de clase trabajadora, la idea de que cargarán al contribuyente; la misma razón por la que antes se enviaba a estas madres a los centros y se las separaba de sus hijos. Este legado se refleja en las tasas de feminicidio y violencia doméstica, en la violencia de género que estaba en el corazón de aquel complejo de la vergüenza, pero también en la adicción, el sinhogarismo y la crisis de salud mental fruto del trauma intergeneracional del sistema institucional. El legado operativo del complejo de la vergüenza es también externo y físico: las mismas edificaciones se usan ahora en un nuevo sistema que beneficia a intereses privados y almacena a personas marginadas.
Uno de los aspectos más poderosos de su trabajo es el testimonio de los supervivientes. ¿Cómo abordó las entrevistas con la sensibilidad y el cuidado que requiere un trauma así?
Hay que entender que compartir un testimonio no siempre es catártico y puede retraumatizar, incluso con toda la sensibilidad. No se puede preparar del todo a alguien para lo que sentirá cuando su historia se haga pública, sobre todo si nunca la ha contado. Cuando fue posible, intenté ayudar a los supervivientes a acceder a sus expedientes. Hay vivencias que no aparecen en el libro pese al tiempo que la gente me dedicó. Ayudé a una madre a encontrar la tumba de su hijo fallecido tras nacer en una institución. Pero la situación es compleja.
En la investigación oficial, los supervivientes revivieron su trauma para testificar y luego vieron sus experiencias desestimadas en un informe que llamaba “refugios” a los centros. Es importante reconocer la carga que se coloca sobre los supervivientes, mientras las órdenes religiosas y los responsables con poder rara vez rinden cuentas.
En La república de la vergüenza muestra cómo se borró a las mujeres de sus propios relatos: a las madres se les negó la posibilidad de actuar y a los bebés se les reclasificó como huérfanos. ¿Cómo puede Irlanda empezar a restaurar estas identidades e historias?
Muchas personas ya han muerto sin obtener respuestas, justicia ni reparación. Creo que lo que la justicia y la rendición de cuentas puedan significar para el legado de las instituciones deben decidirlo realmente los supervivientes. Los supervivientes con los que he hablado quieren tener acceso absoluto a la información sobre su nacimiento y a sus expedientes. Por ahora no hay ningún centro o espacio donde los supervivientes puedan acudir a solicitar información y acceder a apoyo, o incluso a reunirse para hablar juntos y pasar un rato.
Los supervivientes compartieron sus testimonios para que estas injusticias no se repitieran y, sin embargo, vemos cómo personas marginadas, familias marginadas, siguen siendo almacenadas por intereses privados con fines lucrativos, pagados por el Estado, que ahora posee una enorme riqueza pero sigue queriendo hacer desaparecer a las personas en formas de vida institucionalizadas. Un Estado que carece de voluntad política para garantizar que todas las personas de esta isla tengan los derechos y los recursos que necesitan.

Usted escribe que el silencio «no es una falta de ruido, sino una presencia». Cómo ha configurado ese silencio la memoria nacional y cómo aprendió usted a «escuchar» lo que no se decía?
Pregunte a las personas que han vivido esas instituciones. Escuche a los supervivientes. Al final del libro escribo sobre mi experiencia como periodista; a menudo me dicen que estoy dando voz a los que no la tienen. Sin embargo, no puedo dar voz a nadie. Los supervivientes tienen voz propia y muchos de ellos han hablado mucho antes de que existiera una investigación oficial o un informe en los medios de comunicación. Han hablado, pero los que están en el poder no escuchan. Yo no puedo darles voz, pero puedo intentar crear un espacio para que sus voces sean escuchadas.
Uno de los asistentes a la presentación en Madrid, que forma parte de una organización de supervivientes, afirmó que los supervivientes españoles que luchan por cambiar la legislación y conseguir justicia para los bebés robados siguen sin ser escuchados por los gobernantes. Necesitan que se les escuche y todos podemos solidarizarnos con ellos para exigir que se les escuche.
Aunque la Iglesia tuvo un papel central en estos abusos, su libro destaca que no actuó sola. ¿Hasta qué punto fue cómplice la sociedad laica irlandesa: las familias, los vecinos, los medios de comunicación?
En Irlanda me han preguntado qué pasa con las familias y los padres. Como si no hubiera historias en el libro que muestran cómo las familias envían a sus propias hijas a estas instituciones y muchos hombres estaban contentos de que un «problema» se solucionara a través de las instituciones. Pero hubo responsables en el poder que nunca han rendido cuentas, instituciones que se beneficiaron o que pudieron ahorrar dinero mediante el encarcelamiento de miles de mujeres y niños. Pero yo me preguntaría si existía algo así como una sociedad laica en Irlanda. El poder de la Iglesia fue tan absoluto durante tanto tiempo en este país…
Lo importante creo que es ver cómo la sociedad normalizó este sistema de instituciones, normalizó el castigo y la desaparición de mujeres y niñas, a veces durante toda su vida, sólo por estar embarazadas. También el papel de los trabajadores sociales laicos en todo esto, que participaban en la separación de las familias. Una trabajadora social que aparece en el libro y que trabajó en la mayor institución de acogida de madres y bebés de Irlanda, que intentó introducir algo de educación en torno a la salud reproductiva pero no se lo permitieron, dice que los responsables de la adopción de niños era como «jugar a ser Dios».
Se cuida de no sensacionalizar el trauma. ¿Cómo compaginó la investigación periodística con la ética narrativa, sobre todo al tratar temas tan delicados?
Hacia el final de la redacción del libro, algunas de las entrevistas duraban entre tres y cuatro horas. La gente necesita tiempo para compartir sus experiencias y la forma en que articulamos el trauma no siempre es lineal o directa, es necesario que haya tiempo para comprender la experiencia completa de una persona. Al mismo tiempo, soy consciente de que los supervivientes tienen que revivir constantemente su trauma para que la gente apoye su derecho básico a la información y a la justicia, o incluso sólo con la esperanza de que se crea lo que tienen que decir sobre la Iglesia y el Estado.
Como periodista, soy consciente de la carga que pedimos a los supervivientes, de lo difícil que puede ser compartir estos dolorosos testimonios sobre sus propias vidas. Hay tantas historias que no pude incluir en el libro, tantos testimonios compartidos conmigo que no pude compartir. Eso es algo con lo que todavía lucho a veces, recordar cómo la gente dio su tiempo y su confianza para compartir sus experiencias. Todos ellos merecen ser escuchados.
Mientras escribía el libro, los supervivientes con los que hablaba también daban su testimonio a la Comisión de Investigación, con la esperanza de que su informe fuera un registro oficial de sus experiencias vividas y ofreciera algún tipo de rendición de cuentas por lo ocurrido en estas instituciones. Pero muchos sobrevivientes se sienten traicionados por la Comisión, que en muchos sentidos traicionó la evidencia de la experiencia vivida compartida por las personas que tuvieron que pasar por este sistema. Se necesitaron enormes recursos para recopilar los registros de estas instituciones y, sin embargo, el Estado no proporciona a los supervivientes acceso absoluto a su propia información.

¿Cómo ha cambiado escribir este libro su propia percepción de la identidad, la historia y la feminidad irlandesas?
Me alegró escribir una nueva introducción para la traducción al español porque ahora yo también soy madre. Es surrealista que pueda tener un bebé como «madre soltera» viviendo con mi pareja y que la gente a nuestro alrededor ni se inmute, cuando durante mi vida hubo madres enviadas a instituciones y separadas de sus hijos sólo por estar embarazadas fuera del matrimonio. Esto demuestra lo rápido que pueden cambiar las cosas, y las supervivientes que comparten sus testimonios y arrojan luz sobre estas injusticias han hecho posible ese cambio. Pero también nos advierte de que los derechos y libertades que damos por sentados también pueden retroceder rápidamente.
Hoy en día tenemos un partido político en el poder que presume de respaldar cambios progresistas como el derecho al aborto, pero que ha calificado el cambio de «revolución silenciosa» a pesar de que ha hecho falta que innumerables personas estuvieran en la calle pidiendo el cambio durante años o teniendo que compartir sus propias experiencias de aborto. Este mismo partido político ha profundizado la desigualdad social durante la última década mediante la mercantilización de la vivienda y dejando a miles de personas sin hogar, al tiempo que se ha hecho eco de la retórica de extrema derecha sobre la culpa de la inmigración. Como feministas, tenemos que ser interseccionales.
Como joven periodista, ¿a qué retos te enfrentaste para acceder a los registros y enfrentarte a una cultura del secreto tan protegida e institucionalizada?
Cuando empecé a escribir el libro, llevaba más de media década trabajando como periodista independiente. Justo antes y también durante la redacción de República de la vergüenza, informé sobre los derechos de las trabajadoras del sexo en Sudáfrica y sobre el conflicto en Siria para The New York Times Magazine y National Geographic. Pero acceder a información sobre las instituciones religiosas de mi propio país era como toparse con un muro de silencio. Utilicé las solicitudes de libertad de información para acceder a toda la información que pude del Estado y consulté los archivos nacionales, aunque faltaban muchos registros.
La Iglesia trata sus archivos como privados, a pesar de que su cartera de propiedades y bienes se financió con donaciones públicas y fondos estatales. Muchas diócesis y órdenes religiosas no facilitan el acceso a sus archivos. Un sacerdote que trabaja en la diócesis de Tuam, en respuesta a una petición para hablar con él tras haber declinado una visita a sus archivos, contestó tajantemente por correo electrónico: «¡No! No hago entrevistas». Sólo pude acceder a dos archivos diocesanos, uno en Dublín y otro en el oeste de Irlanda. Uno de los archiveros con los que me entrevisté resultó ser un condenado por abuso de menores. Creo que la Iglesia no debería tener ningún control sobre estos archivos y que deberían ser de acceso público.
Todo individuo debe tener acceso a los registros que el Estado tiene sobre él a través de la libertad de información. Así que ayudé a los supervivientes a solicitar sus propios expedientes y fui testigo de primera mano de la burocracia kafkiana y las interminables barreras a la información a las que tantos se enfrentan para obtener respuestas. Una mujer que fue enviada a Estados Unidos desde una institución irlandesa quería saber cómo y por qué fue enviada, pero el Ministerio de Asuntos Exteriores rechazó nuestra solicitud de esos expedientes, a pesar de que todos los implicados estaban muertos. Los que están en el poder siguen imponiendo el silencio.

Algunos supervivientes han denunciado la naturaleza sexista de todo el sistema, en el que los hombres nunca fueron sometidos a un escrutinio o castigo similares. ¿Qué importancia tiene el análisis feminista para comprender esta historia?
En Irlanda teníamos una organización llamada Sociedad Católica de Protección y Rescate que se dedicaba a las adopciones y también a obligar a las «madres solteras» que estaban en el Reino Unido a volver a las instituciones en Irlanda. Esta sociedad funcionó, con otro nombre, hasta 2019, justo después de que se legalizara el aborto. En España existía el Patronato de Protección a la Mujer, que obligaba a mujeres y niñas a ingresar en instituciones. En Irlanda y España, estos regímenes nunca tuvieron que ver con la religión o la moralidad, sino con el control y el patriarcado.
En el libro cito un debate gubernamental sobre la concesión de más derechos a los niños tachados de «ilegítimos» para que reciban apoyo en virtud de la ley y las palabras de un político que advierte de que la institución de la familia está amenazada porque «“mujeres sin escrúpulos” o aquellas “de cierta edad” que tuvieran un deseo emocional “de realizarse como mujeres” podrían atrapar a un hombre» y que si se aprobara la legislación «Si se aprobara este proyecto de ley »podría ser peligroso, especialmente en el clima de feminismo estridente e incluso vengativo en el que vivimos ahora”.
Un análisis feminista de esto, para mí, consiste también en comprender cómo un sistema patriarcal como el de las instituciones religiosas, cómo el complejo industrial de la vergüenza, perjudica no sólo a las mujeres sino también a los hombres. No es cierto que este sistema nunca haya sometido a los hombres al castigo o a la vergüenza. Hubo padres expulsados en silencio de sus comunidades por dejar embarazada a alguien, exiliados a su manera, aunque no sometidos al mismo castigo institucional que las mujeres y niñas embarazadas. Muchos de los supervivientes cuyos testimonios comparto en el libro son hombres que nacieron en estas instituciones, que crecieron toda su vida con el estigma y la vergüenza, por ser llamados «ilegítimos», vistos como bastardos.
Lo que es fundamental comprender es la naturaleza patriarcal de este sistema, cómo los que estaban en el poder intentaban cimentar su autoridad mediante el castigo y el control de las mujeres y los niños marginados. Muchos hombres, y también mujeres, que vivían dentro de ese sistema patriarcal no veían nada malo en ello o no lo cuestionaban nunca, porque no les perjudicaba personalmente en ese momento. Pero tenemos personas en el poder que siguen obligando a la gente a salir de este país para acceder a la atención sanitaria y personas en busca de poder que quieren hacer retroceder completamente los derechos reproductivos. Las personas trans y las personas racializadas o desplazadas, ya sean personas sin hogar en su propio país o que buscan refugio, ya están experimentando el escrutinio y el castigo de un complejo industrial de la vergüenza que las utiliza como chivo expiatorio para mantener un sistema construido sobre binarios y desigualdades perjudiciales.
Usted escribe sobre la «crueldad socialmente aceptable». ¿Qué lecciones deberían extraer otros países del ajuste de cuentas de Irlanda con los abusos institucionales?
Una superviviente me dijo hace poco que al Estado irlandés realmente le importan una mierda las mujeres y los niños. Creo que esto es cierto para muchos gobiernos en el poder hoy en día. Hombres en el poder, violadores convictos, que se proclaman defensores de la protección de las mujeres y los niños, están despojando de derechos y protecciones a los más vulnerables y marginados. Es importante preguntarse qué instituciones e injusticias estamos normalizando hoy en día.
Estos abusos continúan de muchas maneras todavía hoy. Durante la presentación en Madrid, María José Esteso Poves, que ha escrito un libro sobre los bebés robados, me habló de un caso reciente en España de una familia de refugiados amenazada de separación.
Soy consciente de que, mientras hablo de los fallos en las investigaciones oficiales de Irlanda sobre estas instituciones, sigue siendo necesario investigar los bebés robados en España y la falta de reparación o justicia para tantos afectados. Me gustaría animar a la gente a solidarizarse con los supervivientes en España y pedir a los gobernantes que escuchen lo que se necesita y, si se inicia una investigación, que esté dirigida por los supervivientes.
Por último, tras la publicación de República de la vergüenza, ¿cómo ha sido la respuesta de los supervivientes, la Iglesia, el Gobierno y los lectores irlandeses en general? ¿Le ha sorprendido algo?
Lo más significativo del libro son las conversaciones que puede abrir. He tenido lectores que me han dicho que después de leer el libro hablaron con su familia sobre él y les dijeron por primera vez que tenían un familiar que pasó por esas instituciones.
El libro salió justo antes del cierre de Covid y, aun así, pudimos organizar una serie de actos y encuentros en los que los supervivientes pudieron compartir sus testimonios y hablar con otras personas, incluida una noche en el National Concert Hall que todavía puede verse en línea.
Mientras escribía el libro, pedí a la ministra del gobierno responsable que hablara conmigo, pero nunca accedió a una entrevista. A pesar de que la investigación que realicé en el libro reveló que una institución de acogida de madres y bebés gestionada por el Estado no cerró sus puertas hasta 2006, el plan de reparación sólo se ofrece a los supervivientes de estas instituciones hasta 1998. Esperaba que el informe de la investigación oficial y el programa estatal de reparación tuvieran fallos, pero aún así me sorprendió el trato que ambos dispensaron a los supervivientes, la negativa a escuchar realmente sus voces, a pesar de afirmar que estaban dirigidos por supervivientes.
Lo que ha sido positivo y lo que es innegable es la solidaridad pública con los supervivientes, la indignación por las injusticias cometidas contra ellos tanto dentro de las instituciones como ahora mismo por las barreras que siguen existiendo a la verdad y la justicia. En estos momentos se está produciendo un renacimiento de la cultura y la identidad irlandesas, y muchos de los jóvenes con los que hablo se muestran apasionados por la rendición de cuentas por estas injusticias de la Iglesia y el Estado, porque lo ven vinculado a los cambios futuros que quieren para su país.