Cuarenta años. Durante cuarenta años, Han Song ha caminado por la línea más fina entre la imaginación y la profecía. Pocos fuera del circuito literario chino conocen su nombre. Pero sus ficciones —a menudo delirantes, grotescas y demoledoramente lúcidas— parecen haber anticipado algunos de los sucesos más traumáticos del siglo XXI.
La caída del World Trade Center. El confinamiento forzado durante la pandemia. El colapso moral de las grandes potencias. Todo eso ya estaba, de alguna forma, en los libros de Han Song.
En el año 2000, el autor publicó 2066: Red Star Over America. Una novela que, en uno de sus momentos más inquietantes, describe el derrumbe de las Torres Gemelas. Años después, en Hospital (2016), el autor imaginaba un mundo devorado por una paranoia médica en el que los doctores sacaban a las personas de sus casas a la fuerza. Aquella visión distópica no tardaría en parecer un documental del presente.
Cuando la realidad se parece demasiado a la ciencia ficción…
Lejos de jactarse por esas intuiciones, Han Song las percibe como una muestra de su insuficiencia imaginativa. “Pensaba que solo estaba escribiendo, pero era imposible que eso ocurriera”, afirmó sobre Hospital, como recogen en The New York Times. “Y, sin embargo, ocurrió. La realidad fue incluso más ciencia ficción que la ciencia ficción”.
Para Han Song, lo impensable se ha convertido en la única constante. De día, ejerce como periodista en la agencia estatal Xinhua. De noche, se adentra en las entrañas de una modernidad delirante y escribe sobre el vértigo existencial de un país —y un mundo— al borde del colapso. Su obra no busca tanto entender el futuro como desentrañar la incomodidad que provoca su mera existencia.
El lado más oscuro del progreso

Las narraciones de Han Song son una amalgama de ciencia ficción, crítica social y terror psicológico. A menudo, emplea elementos reconocibles —el metro, un hospital, una sala de espera— para desplegar escenas de pesadilla. En su cuento The Passengers and the Creator, los ciudadanos chinos adoran a un dios con forma de Boeing. En otras ficciones, China reemplaza a Estados Unidos como potencia global… para, poco después, desmoronarse con la misma rapidez.
Aunque aparecen naves espaciales, inteligencia artificial o biotecnología, Han Song nunca pone el foco en los dispositivos, sino en el alma humana que se resquebraja al intentar asimilarlos. En su universo literario, el progreso es una promesa que casi siempre se paga con dolor.
En entrevistas recientes, Han Song ha afirmado que la ciencia ficción china se interesa por el dolor más que cualquier otro género. No es una declaración teórica. Él mismo lo ha experimentado en carne propia. Aquejado de problemas de salud desde niño, en los últimos años ha compartido públicamente su deterioro físico y mental a través de Weibo, donde supera el millón de seguidores.
En esa plataforma, Han Song ha documentado con minuciosidad clínica su demencia incipiente, pérdidas de memoria, episodios de incontinencia, su cansancio físico… y una melancolía tan profunda como lúcida. “La gente siempre es así, vendiendo su cuerpo y su alma solo por un bocado”, escribió tras arrastrarse por la ciudad para comprar comida.
Han Song, entre la lealtad y la sospecha
Lo más desconcertante de Han Song es su lugar dentro del engranaje oficial. No es un disidente. Ha ganado los grandes premios del género, presidido asociaciones de escritores y desempeñado cargos en Xinhua. Esa dualidad —cronista del régimen de día, arquitecto de pesadillas de noche— responde, quizás, al momento en el que empezó a escribir: los años posteriores a la Revolución Cultural, cuando la apertura al exterior permitía imaginar sin ser vigilado del todo.
Nacido en Chongqing, Han Song creció fascinado por revistas científicas y libros de divulgación que su padre, también periodista, traía a casa. Leyó a Verne, a Vonnegut, a Pynchon. En la universidad estudió inglés y periodismo mientras publicaba sus primeras ficciones.
A diferencia de otros autores de ciencia ficción, Han Song rara vez lanza afirmaciones categóricas. Prefiere la ambigüedad. En My Country Doesn’t Dream, por ejemplo, critica el modelo de desarrollo chino. Pero también expresa recelo hacia la actitud de superioridad de los personajes occidentales. La tensión ideológica se convierte así en una cuestión más emocional que política.
“Quizá no haya destino, ni leyes ocultas. Pero como algún día mi memoria podría desaparecer de verdad, solo quiero escribir todo esto”, escribió en una de sus últimas publicaciones. “Como recordatorio para mí mismo, y para cualquiera que esté interesado en estudiarlo”.