Pocos escritores han influido tanto en la imaginación popular del siglo XXI como Dan Brown. El autor de El código Da Vinci —traducido a más de 50 idiomas y convertido en fenómeno global— regresa con una novela que combina ciencia, filosofía y fe para abordar una de las preguntas más antiguas de la humanidad: ¿qué es la conciencia y qué ocurre después de la muerte? A través del regreso de Robert Langdon, su inseparable profesor de simbología, Brown propone un viaje entre catedrales, laboratorios y dilemas morales donde el escepticismo científico se enfrenta a los límites de la razón.
Con la serenidad de quien observa el tiempo desde la distancia de los símbolos, Dan Brown reflexiona sobre el poder de la curiosidad, la necesidad de diálogo y el papel de la inteligencia artificial en un mundo que se reinventa más rápido de lo que podemos comprender. Habla también de amor, de ciencia y de espiritualidad, pero sobre todo de la urgencia de escuchar: a los demás, al misterio y a nosotros mismos. Entre sus palabras se adivina la convicción de un autor que sigue creyendo que la literatura —como la conciencia— no pertenece al cuerpo, sino al alma de quienes la leen.
En una rueda de prensa atestada de periodistas en Madrid, el escritor respondió a las preguntas y se confesó converso: “He pasado de ser un escéptico a ser creyente”. Sin embargo, sus creencias nada tienen que ver con lo espiritual o lo místico; son, según él, fruto de una investigación científica que es precisamente la que realiza su personaje en un libro, El último secreto, cuyos derechos ya ha adquirido Netflix.
¿Las adaptaciones cinematográficas logran preservar la esencia de sus libros o se convierten en otra historia?
Las películas son un lenguaje completamente distinto, y tuve que aprenderlo trabajando con Ron Howard y Tom Hanks. Una película no es una réplica exacta ni una adaptación fiel de la novela: es una forma diferente de narrar, un relato nuevo. Es como cuando un hijo se va a la universidad y, al volver a casa, te preguntas si la reconocerás. La película de El código Da Vinci conservó perfectamente la esencia del libro. Estoy muy emocionado con la serie que prepara Netflix, porque tendremos ocho horas en lugar de dos para desarrollar la historia.
¿Qué opinión le merece la inteligencia artificial? ¿La utiliza en su trabajo?
No, todavía no. En este momento no es lo suficientemente sólida: comete muchos errores, aunque avanza muy rápido. Creo que será una herramienta útil para la investigación y la documentación, pero no para la creatividad. Si algún día se convierte en una herramienta creativa, ¿qué pasará? ¿Podrá imitar la creatividad humana? Literatura, música y arte son actividades profundamente humanas, y estamos a punto de vivir una década muy interesante.
¿Cree que la inteligencia artificial amenaza el futuro de la literatura?
La inteligencia artificial no se puede detener, igual que una ola en la playa. Lo importante es usarla con honestidad, como herramienta, no como sustituto de la creatividad humana. La historia demuestra que la especie humana nunca ha creado una tecnología que no haya usado también como arma, y eso es un riesgo real. Pero si logramos usarla bien, el 99% de su potencial puede estar al servicio de la creación.

En su nueva novela vuelve a abordar la relación entre ciencia y espiritualidad. ¿Por qué le interesa tanto la ciencia noética?
Porque está en el punto exacto donde ciencia y religión se tocan. Hay dos formas de entender la conciencia. La primera, el modelo tradicional, dice que es producto de reacciones químicas en el cerebro. Pero hay una nueva línea de investigación —de la que bebe la ciencia noética— que sugiere lo contrario: que el cerebro no crea la conciencia, sino que la recibe. Lo fascinante es que esta idea se aproxima a lo que han dicho las grandes religiones desde hace siglos. Parte del propósito de este libro es mostrar que ciencia y religión están empezando a contar la misma historia, solo que en lenguajes diferentes.
Usted dice en su libro que “a partir de cierto punto, el escepticismo se vuelve irracional”. ¿También ha cambiado su visión sobre la vida después de la muerte?
Sí. Mi protagonista, Robert Langdon, siempre ha sido escéptico, igual que yo. Pero, al igual que él, he ido aceptando la posibilidad de que haya algo más allá. Ese cambio no proviene de una revelación religiosa ni de una experiencia espiritual, sino de leer estudios científicos sobre la conciencia. Durante siglos creímos que la Tierra era el centro del universo. Copérnico demostró que ese modelo estaba equivocado. Creo que hoy ocurre algo parecido con nuestra comprensión de la conciencia. Estamos en el umbral de un nuevo paradigma, y quizá lo veamos en los próximos veinte años.

¿Cómo influyó ese descubrimiento en el proceso de escritura del libro?
Sobre todo, es un thriller: hay amor, acción, persecuciones… pero también mucha ciencia. Todo lo que se menciona está documentado. La ciencia apunta a que la conciencia existe fuera del cuerpo. Si el cerebro —que sería el receptor— muere, la señal puede seguir existiendo. No sabemos en qué forma, pero podría persistir. Un científico me dijo que la vida es como una tormenta: cada persona es una gota de lluvia que cae al océano. Nos percibimos como individuos, pero al final todos formamos parte del mismo mar.
¿Hasta qué punto Robert Langdon se parece a usted después de tantos años escribiéndolo?
Langdon ha cambiado, como yo. Muchos autores vivimos a través de nuestros personajes. Él lleva la vida que quizá a mí me gustaría tener: más interesante, más aventurera. Ambos compartimos la fascinación por los códigos, el arte, la historia y los símbolos. Pero también evolucionamos juntos: en este libro, Langdon es más emocional, menos escéptico. Me siento muy unido a él; cuando termino un libro, me cuesta hablar de él en tercera persona.
¿Qué papel juegan los personajes femeninos en esta nueva novela?
Siempre me han fascinado las mujeres fuertes. Mi madre fue una gran inspiración. Langdon tiene la suerte de encontrarse con mujeres inteligentes que saben qué hacer. En esta historia quería que estuviera enamorado, que tuviera algo que perder y mucho por lo que vivir. La doctora Sienna Solomon, su compañera en la investigación, es su igual intelectual y la guía que lo acompaña en este viaje desde el escepticismo hacia la ciencia noética.

¿Teme que el libro genere polémica, como ocurrió con El código Da Vinci?
No. Cuando dices que el mundo no es como la gente cree, siempre habrá críticas. Pero no me preocupa. Este libro no cuestiona la religión, sino que explora teorías científicas sobre la conciencia. No hay desacuerdo en los hechos, solo en su interpretación. Y las ideas científicas no despiertan pasiones tan encarnadas como las religiosas. Si el resultado es un diálogo creativo, entonces habrá valido la pena.
¿Qué le gustaría que el lector se lleve de esta historia?
La importancia del diálogo y de escuchar. Vivimos un momento en que todos hablan pero pocos escuchan. No me importa si el lector cree o no en la vida después de la muerte: lo que quiero es despertar curiosidad y reflexión. Si el libro genera conversación, habré cumplido mi objetivo.
El libro transcurre en Praga. ¿Por qué eligió esa ciudad como escenario?
Porque es el corazón místico de Europa. En el siglo XVI, el emperador Rodolfo II invitó a científicos y alquimistas a vivir allí. Además, me gusta tratar las ciudades como personajes: Praga tiene catedrales, túneles subterráneos, puertas con siete cerraduras… es el escenario perfecto para una historia sobre conciencia y misterio. Pero quién sabe, quizá el próximo libro me lleve de vuelta a España.
Ha dicho que le encanta España. ¿Qué lazos mantiene con el país?
Viví aquí dos años cuando era estudiante. Aún finjo que hablo bien el idioma (risas). Amo España, la siento como mi casa fuera de casa. El mundo atraviesa un momento extraño, pero la historia siempre se mueve como un péndulo. Hemos pasado por épocas difíciles antes, y la humanidad siempre encuentra la forma de salir adelante.