Tristan Corbière vivió poco, publicó una sola obra y fue prácticamente ignorado por sus contemporáneos. Sin embargo, el tiempo, siempre más justo que el presente, le ha concedido un lugar destacado en la historia de la literatura francesa. Su nombre resuena hoy con fuerza entre los lectores que buscan una poesía distinta, cruda y profundamente humana. Quien se adentra en su mundo no sale indemne. Cada verso parece haber sido escrito con sangre, con la fiebre de quien conoce el dolor, la ironía, el amor imposible y la muerte demasiado cerca.
La única obra que publicó en vida, Les Amours Jaunes (Los amores amarillos), fue un fracaso editorial. Apenas vendió ejemplares. En un siglo XIX saturado de romanticismo decorativo y de simbolismo amanerado, la voz de Tristan Corbière resultaba demasiado sincera, demasiado amarga, demasiado moderna. Quizás por eso su redescubrimiento llegó más tarde, cuando el siglo XX empezó a valorar a los poetas malditos y a entender que la autenticidad no siempre brilla con luz inmediata.
Una vida marcada por la enfermedad y la soledad
Nacido en 1845 en la Bretaña francesa, Tristan Corbière —cuyo nombre real era Édouard-Joachim Corbière— fue hijo del novelista marinero Édouard Corbière. Y creció rodeado de referencias al mar, al viento y a la lucha contra los elementos. Esa atmósfera marcaría buena parte de su imaginería poética. Sin embargo, su vida no fue fácil. Desde joven sufrió de una grave afección reumática que deformó su cuerpo, le causó dolores constantes y lo convirtió en un marginado.
Ese cuerpo doliente se convirtió en una prisión, pero también en una fuente inagotable de poesía. Tristan Corbière escribió desde la periferia: del cuerpo, de la salud, del amor y de la literatura oficial. Su ironía era una forma de resistencia, un escudo frente al desprecio de una sociedad que no sabía qué hacer con su diferencia.
‘Los amores amarillos’: el libro que nadie entendió
Les Amours Jaunes vio la luz en 1873, dos años antes de la muerte del autor. El título ya era una declaración de intenciones. El amor que retrata Tristan Corbière no es idealizado ni brillante, sino enfermizo, ridículo, amargo. El amarillo, tradicionalmente símbolo de la traición o la enfermedad, sirve aquí como metáfora de todo lo que se pudre en la emoción humana.

El libro es una sucesión de puñetazos líricos. Su estilo es abrupto, lleno de juegos de palabras, giros fonéticos, rupturas métricas y sarcasmo. A veces, parece que el poeta se burla del lector; otras, que se burla de sí mismo. Pero bajo esa apariencia provocadora, late una ternura desgarradora. En el fondo, Tristan Corbière es un romántico. Pero uno herido hasta el hueso.
Verlaine, el salvavidas póstumo
Fue Paul Verlaine quien, en su célebre antología Les Poètes maudits (1884), rescató a Tristan Corbière del olvido. Lo incluyó junto a Arthur Rimbaud y Stéphane Mallarmé, otorgándole el aura de maldito que tantos lectores posteriores buscarían. Gracias a Verlaine, la obra de Corbière comenzó a circular entre los modernistas, los simbolistas, los surrealistas y todos aquellos que buscaban nuevas formas de expresión.
A partir de entonces, Tristan Corbière se convirtió en un poeta de culto. Su estilo anticipaba el de autores como Apollinaire o incluso Baudelaire. Aunque sin la pose dandi ni el artificio. En Corbière no hay máscara: hay sufrimiento. Y ese sufrimiento, convertido en palabra, es lo que ha mantenido vivo su legado.