Durante siglos no se hablaba de eso. En el mejor de los casos se toleraba en silencio; en el peor se envolvía de vergüenza, superstición o asco, hasta el punto de que no se conservan ni los utensilios ni documentación sobra ellos, dado que todo se transmitía a través de la oralidad.
Las mujeres hacían lo que podían: usaban lana en la antigua Grecia, helechos en Hawái, rollos de hierba en África, esponjas marinas o cañas huecas. En Japón, papel. En el Egipto faraónico, mezclas de acacia, miel y paños. Todo era rudimentario, frágil, incómodo, hasta que llegaron las compresas, y luego los tampones. Y más tarde, con su forma redondeada y su promesa de sostenibilidad, la copa menstrual.
Aunque se nos presente como una novedad del siglo XXI, la idea de una copa que recogiera —en lugar de absorber— el sangrado no es tan reciente. En 1867 S.L. Hockert patentó un artilugio llamado “saco catamenial”, que colocaba una bolsa con anillo en el cuello del útero, unida por alambre a una almohadilla externa. Era poco práctico pero muy revelador. En 1932, el inventor Lester Goddard diseñó una copa de caucho, y en 1937 la actriz Leona Chalmers lanzó la primera copa moderna: un cuenco de caucho vulcanizado, con una estructura flexible, pequeñas aberturas y una base que se plegaba al insertarla. Lo llamó Tassette.
El invento no triunfó. La Segunda Guerra Mundial disparó el uso del tampón, sobre todo entre mujeres que se incorporaban al trabajo, a la guerra o al deporte. Más discreto, más comercializable, el tampón ganó la partida. Pero la copa menstrual reapareció con fuerza en los años 80 con The Keeper, fabricada en látex natural, y más tarde con el modelo de silicona médica Mooncup, que evitaba alergias y era reutilizable. Desde entonces, el crecimiento ha sido imparable, especialmente entre las generaciones más jóvenes.
¿Por qué? Porque la copa menstrual no solo es económica —una sola puede durar hasta diez años—, sino también respetuosa con el cuerpo y con el planeta. No reseca, no contiene perfumes, no genera residuos diarios. Puede llevarse hasta doce horas seguidas y permite conocer mejor el cuerpo: cuánta sangre se pierde, cómo varía el flujo, qué cambios se producen durante el ciclo. A muchas mujeres les ha resultado liberador. A otras, intimidante. No es un objeto fácil de incorporar sin aprendizaje: requiere práctica, destreza y cierta reconciliación con la anatomía propia.
Las resistencias, como ocurrió con el tampón en su momento, no tardaron en aparecer. Algunas médicas alertaron del riesgo de infecciones si no se hervía o se limpiaba adecuadamente. Ciertas escuelas religiosas cuestionaron que niñas o adolescentes lo usaran, por el temor persistente al himen, la virginidad o la autoexploración. Sin embargo, la copa se impuso como símbolo de un nuevo paradigma: una menstruación sin tabúes, sin residuos, sin culpabilidad.
Hoy comparten mercado con otras opciones sostenibles como las braguitas absorbentes o los discos menstruales, más planos y discretos. La tendencia es clara: se busca comodidad, ecología y libertad. Lo que hace solo una generación se escondía en bolsitas discretas o se negaba en el colegio, ahora se muestra en redes sociales, en talleres educativos, en tiendas de diseño. Las copas, de colores o translúcidas, con tallas, con bolsitas de tela, se han convertido en parte del discurso feminista, de la educación sexual y del consumo responsable.
En tiempos donde cada gesto de consumo tiene una lectura social, la copa menstrual ha pasado de ser un objeto marginal a un emblema de enorme modernidad: por su autonomía, por la reapropiación del cuerpo, por conciencia ecológica.
Espido Freire, autora de La historia de la mujer en 100 objetos (ed.Esfera Libros), ha seleccionado 31 para una saga veraniega en Artículo14 donde hace un recorrido por algunos de los objetos que más han marcado a las mujeres a lo largo de su historia.