Durante los años noventa, el mundo literario se rindió ante una voz desgarradora, cruda, inocente y brutal a la vez. JT LeRoy apareció como un relámpago en una tormenta emocional. Un adolescente sin hogar, VIH positivo, hijo de una prostituta sureña, que había sobrevivido al abuso y a la marginación para alzarse como un cronista sucio y tierno del dolor contemporáneo.
Publicó Sarah y El corazón es mentiroso. Dos libros que deslumbraron a editores, críticos, artistas y celebridades de Hollywood. Su rostro, sin embargo, era un misterio. Su figura, un eco. Y su existencia, una promesa rota desde el principio. Porque JT LeRoy no existía. Nunca existió.
La historia de JT LeRoy es un caso sin precedentes. Una invención literaria que se convirtió en persona, en autor, en fenómeno de masas. Durante años, nadie sospechó que detrás de aquel chico frágil que concedía entrevistas por teléfono con voz temblorosa se escondía en realidad Laura Albert. Una escritora neoyorquina que dio vida al personaje más fascinante y tramposo de las letras recientes.
Laura Albert y el poder de la ficción
La creación de JT LeRoy fue un experimento literario que escapó de las páginas y se coló en el mundo real con una naturalidad inquietante. Laura Albert escribió las novelas, firmó contratos, negoció con editores y habló con periodistas bajo el disfraz emocional de JT LeRoy. Pero necesitaba un cuerpo. Un rostro. Una silueta que pudiera sostener el mito ante el público. Ahí entró en escena Savannah Knoop, la cuñada de Albert, quien durante años se hizo pasar por LeRoy en ruedas de prensa, eventos literarios y alfombras rojas.
JT LeRoy se convirtió así en una performance viva. Un autor que hablaba a través de otros, que vestía pelucas y gafas oscuras, que se escondía tras pantallas o cortinas. La literatura, en este caso, no fue un reflejo de la vida, sino una creación tan intensa que terminó suplantándola. Y el mundo editorial, hambriento de relatos personales cargados de trauma, compró con gusto aquella fábula.

Durante casi una década, el mito de JT LeRoy creció alimentado por la fascinación y la credulidad. La crítica adoraba sus textos, las estrellas lo apadrinaban —Courtney Love, Winona Ryder, Gus Van Sant— y los festivales lo veneraban como símbolo de una nueva literatura queer y marginal. Nadie quería hacer demasiadas preguntas. Porque la historia era demasiado buena. Y porque el sufrimiento, cuando se viste de arte, tiene un extraño poder de seducción.
Pero todo empezó a desmoronarse en 2005, cuando varios medios —especialmente The New York Times— comenzaron a investigar. Los contratos firmados por Laura Albert como ghostwriter, las inconsistencias en la biografía de LeRoy, los rastros digitales, las pistas en entrevistas anteriores. El escándalo estalló en 2006, cuando se reveló que JT LeRoy era un personaje ficticio. Y que todas sus apariciones públicas eran interpretaciones cuidadosamente orquestadas por Knoop, bajo la dirección de Albert.
¿Ficción o mentira?
El caso de JT LeRoy no es solo un escándalo editorial. Es una reflexión incómoda sobre los límites de la ficción, la obsesión por la autenticidad y el papel de la identidad en la creación artística. Laura Albert defendió siempre que LeRoy fue una forma de lidiar con su propio trauma. Que no mentía, sino que hablaba a través de un avatar que le permitía decir cosas que de otro modo no podría expresar.

Pero el debate sigue abierto. ¿Dónde termina el arte y empieza la manipulación? ¿Cuánta verdad necesita una obra para ser considerada legítima? ¿Es más importante la historia contada o la persona que la cuenta? El escándalo de JT LeRoy sacudió esos cimientos, obligando a lectores y editores a cuestionarse su complicidad en el juego.