Andy es de Dayton, Ohio, pero este año empieza la universidad en Miami. Allí ingresará en la Escuela de Enfermería, una de las más reputadas del país. Como muchas de sus compañeras, quiso unirse a una sorority para sentirse arropada, encontrar amigas y abrir puertas en su futuro académico y profesional. La realidad fue distinta: rituales humillantes de iniciación, exigencias sobre su aspecto físico y una presión constante para encajar en un molde de perfección imposible. Lo que prometía ser hermandad acabó convertido en un infierno emocional. Su historia es solo una entre miles que muestran cómo estos espacios se han quedado al margen de la revolución que atraviesa otras esferas sociales.
La nueva ola feminista, que desde hace una década cuestiona estructuras de poder y construcciones patriarcales, encuentra poca respuesta en uno de los ámbitos sociales más icónicos de las universidades estadounidenses: las sororities, residencias y grupos de mujeres ligadas a fraternidades. En un contexto donde muchas jóvenes aspiran a redefinir el éxito sobre sus propios términos, los rituales y códigos de este sistema antiguo parecen obsesionados con el físico, la homogeneidad, la competencia estética y la obediencia al canon de “buena chica”.
La perfección visual y la competencia en redes
El auge de RushTok –videos en TikTok donde candidatas documentan con outfit del día y coreografías su proceso de reclutamiento– muestra hasta dónde llega el control sobre la imagen. Esta cultura ha atraído incluso especialistas, como consultoras de sororities que cobran miles de dólares para enseñar qué vestir, cómo actuar o qué publicar en redes para mejorar las posibilidades de ser admitida.
Kylan Darnell, célebre por sus publicaciones, sufrió tanto acoso que renunció a seguir compartiendo su experiencia. Muchos capítulos han prohibido por ello los posts durante la semana de reclutamiento para proteger a las candidatas.
El documental Bama Rush desvela el elitismo físico y social de esas dinámicas, donde se juzga a las mujeres por su belleza, privilegio y conformidad. Los estudiantes admiten que el estatus de una sorority depende de cuán atractivas y ‘conectadas’ sean sus integrantes.
En la cinta, dirigida por Rachel Fleit y estrenada en HBO Max, las voces de las propias jóvenes reflejan la presión a la que se enfrentan. “Me decían que no era lo suficientemente guapa para entrar en la casa con más prestigio”, confiesa una estudiante. Otra añade: “Todo se mide por tu aspecto físico y quiénes son tus padres, no por lo que vales como persona”. El documental muestra rituales de selección en los que las aspirantes son observadas de pies a cabeza y evaluadas con criterios no declarados. “Si no encajas en el molde, quedas fuera”, sentencia una de las protagonistas, subrayando el carácter excluyente del sistema.
Feminismo anacrónico o pseudo-feminismo
Aunque existen algunos intentos de incorporar activismo, suelen contrastar con la estructura elitista y desigual. Tradicionalmente, las históricas sororities promovieron el liderazgo femenino; hoy gran parte de ese legado se pierde entre fiestas, cuotas elevadas y homogeneidad racial/clasista. El modelo es uniforme: chicas jóvenes, blancas, delgadas y con un estilo pijo – preppy.
La noción de pseudo-feminismo se emplea para describir dinámicas que, bajo la apariencia de empoderamiento o apoyo entre mujeres, reproducen estructuras tradicionales de poder y de exclusión. En el caso de las sororities, la retórica del compañerismo femenino convive con jerarquías internas que premian la belleza normativa, el estatus económico o la cercanía a determinados círculos sociales. Estos espacios se presentan como refugios de solidaridad, pero en la práctica pueden convertirse en escenarios de intensa competitividad, en los que se reafirman los mismos cánones de pureza, éxito y sumisión a expectativas externas que el feminismo lleva décadas cuestionando.
Investigaciones sociales muestran que muchas estudiantes entran en estas estructuras para tener influencia profesional y activismo, en paralelo con buscar aceptación social. Sin embargo, las críticas apuntan a que se premia más la apariencia que los logros reales, y los procesos de “rush” suelen marginar a mujeres de color o de contextos no privilegiados.
¿Y la hermandad que predican?
En el imaginario de las sororities, la palabra hermandad aparece como una promesa de apoyo mutuo, compañerismo y una red sólida de mujeres que se acompañan en su etapa universitaria y más allá. Desde dentro, no faltan quienes aseguran que la experiencia les ha brindado oportunidades de liderazgo, visibilidad académica o incluso una primera aproximación a la vida comunitaria femenina. Existen iniciativas puntuales que han intentado vincular esta tradición con ideales feministas, impulsando proyectos de inclusión o reduciendo las barreras económicas de acceso. Sin embargo, estos casos continúan siendo excepciones aisladas dentro de un sistema dominado por estructuras muy arraigadas en el privilegio y en una concepción tradicional de la feminidad.
El consenso más amplio revela que las sororities siguen funcionando como espejos de clase social, raza y género convencionales. A pesar de sus discursos de hermandad, en la práctica reproducen jerarquías que premian la apariencia física normativa, la pertenencia a familias acomodadas y la cercanía a redes sociales de poder. La imagen que proyectan al exterior —uniforme, coreografiada y cuidadosamente calculada— contrasta con la realidad de unas instituciones que rara vez cuestionan los valores sobre los que fueron fundadas hace más de un siglo. En lugar de dialogar con los debates feministas actuales, muchas de ellas permanecen ancladas en la validación externa, la competencia y la búsqueda de aceptación dentro de un marco social conservador.
Sororidad real o espectáculo visual
La contradicción entre el discurso y la práctica se hace especialmente visible en los procesos de reclutamiento. Los vídeos que circulan en redes sociales muestran rituales de bienvenida en los que un grupo de jóvenes, vestidas con estética homogénea, en los que cantan, bailan y pronuncian frases ensayadas para captar nuevas integrantes. La uniformidad de las melenas rubias, los movimientos perfectamente sincronizados y las sonrisas inquebrantables proyectan una idea de perfección que resulta tan atractiva para algunos como inquietante para otros. Lo que debería ser una puerta de acceso a un espacio de apoyo femenino se convierte, a ojos críticos, en una representación performativa más cercana a un concurso de belleza que a una comunidad universitaria.
Ese componente visual y ritualista no es un accidente, sino parte del ADN de estas organizaciones. Desde sus orígenes en el siglo XIX, las sororities han cultivado símbolos, colores, himnos y gestos que refuerzan un sentido de pertenencia exclusivo. Pero en la era digital, donde todo se convierte en espectáculo, esta teatralización se intensifica y alcanza audiencias globales. La consecuencia es que la hermandad prometida parece diluirse en un espectáculo estético que legitima dinámicas de competencia entre mujeres, en lugar de abrir espacios de verdadera solidaridad.
El peso de estas expectativas no solo afecta a quienes son aceptadas, sino también a quienes quedan fuera. Ser rechazada en un proceso de selección puede vivirse como una herida social, ya que implica quedar al margen de la que se presenta como la gran red de apoyo femenino de la universidad. Sin embargo, para muchas jóvenes ese rechazo termina siendo un punto de liberación. Fuera del círculo cerrado de exigencias estéticas, cuotas económicas y comportamientos controlados, descubren la posibilidad de definirse por sí mismas, de explorar identidades más diversas y de crear vínculos auténticos al margen de la validación institucionalizada. En algunos casos, incluso se convierten en voces críticas capaces de visibilizar lo que ocurre detrás de las fachadas cuidadosamente diseñadas de las sororities.
La cuestión que permanece abierta es si estas organizaciones podrán transformarse en algo distinto. Reformar las sororities significaría replantear su propósito desde la raíz: dejar de centrarse en la selección estética y social de sus miembros (y moral), reducir las barreras económicas que excluyen a gran parte del estudiantado y abrirse a una visión más plural de lo que significa la hermandad entre mujeres. Supone también aceptar que la sororidad real no es uniforme ni perfecta, sino diversa, contradictoria y crítica con los mismos sistemas de poder que estas instituciones han reproducido durante décadas.
Ese desfase plantea una tensión que atraviesa la vida universitaria norteamericana: en los mismos campus donde se debaten los efectos del #MeToo y se celebran avances en igualdad de género, miles de jóvenes se someten cada año al escrutinio de un sistema que, con el pretexto de la hermandad, sigue imponiendo jerarquías rígidas. Las sororities son, en ese sentido, espejos deformantes de una sociedad que proclama la modernidad pero conserva intactos viejos filtros de exclusión. No está claro si cambiarán, pero hoy, en sus casas victorianas con columnas blancas y banderas bordadas, todavía representan un ideal que para muchas ya resulta tan anacrónico como difícil de abandonar.