La calceta, el arte que entrelaza hilos con agujas para crear tejido, es tan antigua como escurridiza en sus fechas: ya en el 20.000 a. C. se hilaban fibras animales y vegetales, y para el 5.000 a. C. los husos y fusayolas dan fe de una técnica plenamente desarrollada. Los pueblos pescadores tejían redes que luego se adaptaron a prendas; aunque el tiempo ha borrado muchos tejidos, se conservan piezas egipcias de hace 2.500 años. En ellas ya se entrevé una realidad: gran parte del tiempo de las mujeres se dedicaba al textil. Se tejía para abrigarse, y como oficio.
La “mujer fuerte” de los Proverbios bíblicos vestía a los suyos, vendía telas y aún le sobraba tiempo para el púrpura y el lino fino. Ropa de cama, tapices, velas, tiendas de campaña y uniformes: todo pasaba por las manos femeninas.
Sin embargo, para prendas pequeñas y ajustadas —gorros, guantes, calcetines— el telar no bastaba. Allí entraban las agujas: una o dos, para crear mallas flexibles, sin costuras, que se tejían incluso mientras se pastoreaba o se vigilaba a los niños. Nacieron los puntos, como el del revés, que adaptaron el tejido a nuevas necesidades. La tarea obtenía tanto repeto que en el siglo XIV la Virgen María podía aparecer en retablos —como en el Altar Buxtehude— haciendo punto, rodeada de madejas, mientras el arcángel le anunciaba su embarazo.
Durante la Edad Media, varias ciudades europeas especializadas en medias, calcetines y jerséis prosperaron gracias a la herencia técnica del mundo musulmán. Los hombres llevaban calzas como parte habitual de su atuendo, y el punto se convirtió en una poderosa industria. Inglaterra, Escocia e Irlanda destacaron por sus suéteres de lana. La leyenda asegura que algunos patrones irlandeses copiaban los diseños de los marineros españoles naufragados con la Armada Invencible. La mecanización del punto llegó en 1589 con William Lee, un clérigo inglés cuya máquina de tejer fracasó en su país: la reina Isabel I, fiel a sus medias de seda, encontró las de Lee toscas, y temía revueltas de tejedoras desempleadas. El invento prosperó en Francia, donde Enrique IV y la ciudad de Rouen abanderaron la producción de punto con lana merina castellana. Era costumbre regalar a la novia una caja de agujas con cadenita e iniciales, símbolo de su nuevo rol doméstico. Solo las viudas podían aspirar a tejer profesionalmente.
Las tricoteuses, tejedoras de la Revolución Francesa, protagonizaron un momento estelar en 1789 al marchar a Versalles para exigir pan. Luis XVI cedió, y ellas fueron proclamadas “Madres de la Patria”. Más tarde, excluidas de la Convención Nacional, tejían en la Place de la Révolution mientras caían cabezas bajo la guillotina. Dickens las retrató en Historia de dos ciudades, a través de Madame Defarge, implacable vengadora con agujas.
Con la industrialización, el tricotar se redujo al ámbito doméstico, salvo en tiempos de guerra, cuando se pedía a la población prendas para los soldados. En los años 20, Coco Chanel rescató el punto para la alta costura, y las revistas femeninas inundaron los hogares con patrones para jerséis, cojines y tapetes. Más tarde, tejidos como la felpa o el micropunto eclipsaron al punto tradicional. Pero no lo borraron del todo.
En los últimos años tejer ha regresado como pasatiempo, protesta y símbolo de sostenibilidad. Clubes de tejedoras ocupan plazas y cubren árboles con lanas de colores. Se celebran Olimpiadas de punto, y las redes sociales impulsan esta afición que no se avergüenza de ser lenta ni femenina. Entre lazadas se teje también una historia: la de quienes, durante siglos, hilaban el mundo sin que nadie lo notara.
Espido Freire, autora de La historia de la mujer en 100 objetos (ed.Esfera Libros), ha seleccionado 31 para una saga veraniega en Artículo14 donde hace un recorrido por algunos de los objetos que más han marcado a las mujeres a lo largo de su historia.