Dos mujeres jóvenes, una rubia y otra morena y ambas llamadas Marie, están sentadas en el suelo en biquini, con las piernas extendidas, pasivas como muñecas. Pasados unos instantes, al levantarse, dan la sensación de ser estiradas hacia arriba por por hilos de marionetas invisibles, en parte porque sus movimientos son acompañados de un crujido de madera. Así comienza Las margaritas (1966), sin duda una de las películas más singulares jamás creadas en cuanto que sus contribuciones -como manifiesto feminista, como crítica radical a los ideales patriarcales, el hiperconsumismo y la decadencia burguesa- resultan igual de relevantes hoy que cuando vio la luz hace casi seis décadas, si no más. El estreno en España de su versión restaurada nos ofrece ahora una oportunidad de comprobarlo.
Su directora, Vera Chytilová, creció bajo el estricto régimen soviético en Checoslovaquia, y llegado el momento se abrió camino como pudo hacia la Escuela de Cine de Praga. Con el tiempo llegó a ser una figura esencial de la Nueva Ola Checoslovaca, movimiento que abrazó el surrealismo y las técnicas cinematográficas experimentales -como la narración no lineal y el montaje fragmentado- y se rebeló contra el tipo de cine social-realista oficialmente promovido a través de afiladas sátiras sobre las indignidades de la vida bajo el comunismo. A pesar del contenido de sus películas, Chytilová siempre se opuso a ser identificada como “feminista”, puesto que en Europa central aquella forma de activismo tendía a ser ridiculizada o menospreciada al considerarse una actitud importada de Occidente.
Las margaritas es una obra extremadamente política que, eso sí, huye del tipo de seriedad que esa descripción sugiere. “Todo va mal en este mundo y, si todo está mal, seamos malas”, deciden sus protagonistas al principio de la película, y lo que viene después no es una historia propiamente dicha sino una serie de acciones anárquicas y alocadas en las que queda claro que, efectivamente, ambas se lo toman a broma todo, y en especial a los hombres. Las vemos corriendo por las calles, humillando salvajemente a los hombres mayores por los que se dejan invitar, emborrachándose, ofendiendo a la gente y, en general, riéndose con agresiva estridencia del desorden del mundo que las rodea; su periplo culmina en la que quizás sea la mejor batalla de comida jamás contemplada por una cámara, y también uno de los motivos por el que la película fue inicialmente perseguida en su país; los censores consideraron que fomentaba el “desperdicio de comida”. Tiene mucho sentido que una obra cinematográfica dedicada a reflejar la necesidad de transformación social reniegue de los métodos narrativos convencionales, y a lo largo de su metraje Las margaritas va alternando de forma abrupta el color con el blanco y negro, usando el montaje para transportar al espectador a través del espacio y el tiempo, intercalando imágenes aparentemente arbitrarias en el metraje y manejando diálogos metafóricos que contribuyen a nuestro desconcierto.
La película estuvo prohibida durante varios años desde que la Unión Soviética invadió Checoslovaquia en 1968, porque se consideró que difamaba la nación, el socialismo y los ideales comunistas; a Chytilová se le prohibió hacer cine en su propio país hasta 1975. Y, a decir verdad, se entiende que el represor nuevo régimen las considerara a ambas peligrosas. En una época en la que los personajes femeninos en el cine apenas tenían diálogos y se dedicaban exclusivamente a ejercer de madres, novias o amantes, les resultaba inaceptable una película protagonizada por dos mujeres que siembran el caos para demostrar la necesidad de desmantelar las estructuras que perpetúan la desigualdad y la decadencia social; dos mujeres que, de hecho, son la antítesis de la mujer soviética ideal, porque exhiben una feminidad desinhibida, porque ocupan espacio y hacen ruido en una sociedad que ha prohibido a las personas de su género hacerlo, sorben la sopa y se lamen los dedos, ríen a risotadas y, en general, se comportan de forma intolerable; dos mujeres que aparecen en pantalla devorando alimentos fálicos -salchichas, plátanos, pepinillos- con el fin de castrar simbólicamente a todos los hombres y que, en varias de las escenas que comparten, nos invitan a dar por hecho que su relación va más allá de la simple amistad.
En su momento, Chytilová insistió en que ‘Las margaritas’ era una crítica de la decadencia que las dos antiheroinas personifican; de haber admitido que su intención era que el público se identificara con ellas -justo como lo hacía ella misma-, se habría enfrentado a problemas aún más graves. Pero la película refuta sus palabras en cada uno de sus planos, todos ellos una celebración irreverente del exceso, la indulgencia, el placer y la desobediencia. Y es principalmente gracias a ese espíritu rebelde que hoy, 58 años después, sigue resultando tan fresca y relevante. Marie y Marie saltan sobre los muebles y se columpian en las lámparas, y contemplarlas resulta francamente inspirador.