Las “películas hamburguesa”: un ejemplo estelar

No, no estoy hablando del llamado cine 'fast food', plenamente consciente de su propia identidad. Las “pelis hamburguesa” son las que se consideran a sí mismas un solomillo Wellington, las pobrecitas; algo así como si yo me creyera que escribo como Gistau

Matthew McCounaughey llorando en la película 'Interstellar'
Matthew McCounaughey llorando en la película 'Interstellar'

El otro día me tropecé en la zanja audiovisual con uno de esos vídeos que le cambian a uno la vida. Consistía en que un señor, un “creador de contenido” (cada vez que alguien llama así a un influencer se cierra un aula de la ECAM), había guardado desde 1995, sin sacarlo de su cunita de cartón, un menú B*g M*c (no me apetece pleitear con todos los abogados de Illinois) en el armario de la cocina. Al hacer el unboxing, treinta años después, se había encontrado con la hamburguesa en perfecto estado de revista. Un poco más consumida ella, las patatas pelín chuchurrías, pero vamos, en apariencia igualmente sabrosa e insalubre que cuando salió de las cocinas del infierno. Apasionante, sobre todo porque aún no sé si eso es bueno o malo. El vídeo, como los melodramas de Fassbinder, no tiene moraleja.

Enseguida me vino a la cabeza, tal es mi perversión cinéfila, la idea de esas películas en las que sus aparentes capas de solemnidad y sabrosura en paladar no son más que un barniz, un trampantojo para tapar su futilidad. El tiempo, ese monstruo, nos ha enseñado que las grandes obras de la historia del cine se van construyendo sobre nosotros, cual parásitos y crecen, porque su única razón de ser radica en vampirizarnos: somos su huésped, a la manera del cuerpo de Scarlett Johansson (qué buen tino en la elección, por otra parte) en la maravillosa fantasía filosófica Under the Skin (Jonathan Glazer, 2013). Yo las llamo “películas esponja” y sí, son las que imaginas y son la némesis de las “pelis hamburguesa”, que por muchos años que pasen se conservan exactamente igual, ni crecen ni reverdecen, y cuyo aceitoso barniz exterior oculta una nada laforetiana, apoyada en su supuesto magisterio autocomplaciente, esa falsa complejidad de trilero del cine.

Scarlett Johansson en la película 'Under the Skin'
Scarlett Johansson en la película ‘Under the Skin’

Por descontado, cuando hablo de “películas B*g M*c” no me estoy refiriendo a ese cine de consumo rápido, mainstream y con vocación abiertamente comercial. En absoluto. De hecho, este vértice del séptimo arte, tan bien articulado por los grandes estudios de Hollywood, merece todo mi reconocimiento, pues es el rico nutriente sobre el que se asienta esta industria y su razón de ser: la económica. En este sentido su sumo sacerdote es Tom Cruise, una de las más grandes personalidades de la historia del cine y creador, sí, creador, de excelentes producciones, como toda la saga Misión Imposible –la última, Sentencia final, es un auténtico pasote–, o la estupenda Top Gun: Maverick. Mi máximo respeto y admiración por él y por sus películas.

No hablo de Tommy, no.

Estoy hablando de Interstellar (2014), el mayor exponente de las “películas hamburguesa”. Mal que le pese a su legión de devotos, a los cientifistas que la apoyan por el mero hecho de ajustarse al empirismo físico de Kip Thorne y, con mucha pena, a mis Blade Runners.
Christopher Nolan es su director y cuenta con un falso prestigio autoral que pretende emparentarlo con creadores de la talla de Hitchcock, Fincher y, sobre todo, Stanley Kubrick, con el que mantiene un complejo de Edipo de tomo y lomo. Si la filmografía del primero plantea un cine crudo, vanguardista e inteligente, Nolan nos masca su argumentario cual cría de ave, no vayamos a no enterarnos de lo que quiere contar y empolla el huevo bajo toneladas de datos, contexto y diálogos en los que se ve al guionista saludando por detrás. Me da hasta vergüenza ajena meterlos en el mismo bombo de la Champions del cine: Kubrick sería el Real Madrid y Nolan el Athletic. De Bilbao, por supuesto: una autopercepción paródica que ríete tú de la bruja de Blancanieves.

Matt Damon en Interstellar - Cultura
Fotograma de ‘Interstellar’ (2014), con los actores Matt Damon y Matthew McConaughey
Warner Bros. Pictures

Interstellar aporta un interminable metraje de cine fanfarria, vacuo, fantasía distópica mil veces vista, pero con un agujero, este sí de gusano, pero a la inversa, que, a mí, que soy un poco psicorrígido (o todo o nada), me vuela la cabeza cada vez que la veo: contiene, en clara contradicción consigo misma, los mejores veinte minutos del cine de este cuarto de siglo. Si la has visto, recordarás el largo set piece en el que Cooper (Mathew McConaughey), la doctora Amelia Brand (Anne Hathaway) y Doyle (Wes Bentley) amerizan en el planeta Miller, dejando en la Endurance a Romilly (David Gyasi). El oceánico mundo soporta una gravedad tan extrema que cada hora que pasan en él corresponde a siete años fuera de su órbita gravitacional. Por supuesto, los planes allí no salen nada bien y, al volver a la nave, han pasado realmente 23 años.

El prota, Cooper, se sienta frente a la silla de comunicaciones y repasa los vídeo-mensajes que su familia le ha ido dejando, todos dolorosos, en especial los reproches de su hija, que pasa de la chiquilla Murph que dejó en la Tierra, a brillante científica, sosias del propio Cooper. Decir que Joseph Cooper se rompe es quedarse muy corto. El primer plano sostenido de él, pulcro y respetuoso, mientras observa cómo su vida pasa por delante de sus ojos y se ha ido a la mierda, llevándose por delante a su familia, explica sin palabras el significado de la naturaleza humana y es todo lo que un espectador puede pedir: verdad, emoción, sentimiento…cine puro. Y hasta ahí.

En el resto de sus larguísimas tres horas, Nolan se refugia en la hipertrofia narrativa, en la justificación científica de cada paso que da: no se atreve a ir más allá porque no tiene la visión, ni el talento. Y ahí es donde su criatura lo devora, como el Saturno de Goya. El último cuarto del filme, lastrado y agotado por el peso de lo verboso, es un auténtico manual de lo evidente, tan típico del cine de ciencia ficción “existencial”: apresurado, arrítmico y falsamente conclusivo. De esta forma, su supuesta comparación crítica – ¿a quién se le ocurrió abrir este debate? – con su matriz, 2001: Una odisea del espacio (1968) no resiste ni el primer asalto: si la primera es filosófica y tentativa, la segunda es obvia e hiper vitaminada; si una es alusiva y abstracta, la otra es subrayada y redundante; y si, finalmente, 2001: Una odisea del espacio plantea con originalidad y genio las preguntas que nos llevan persiguiendo desde que bajamos del árbol, Interstellar responde a cuestiones que nadie le ha planteado y que poco o nada interesan. Kubrick nos respeta y es verdadero en su identidad; Nolan nos alecciona vendiéndonos una burra muy pesada. Y encima, se permite contestar al maestro. Sutileza, gracia y arte frente a evidencia, tosquedad y artificio.

Christopher, no eres Stanley. Nadie lo somos. No pasa nada. El Bilbao nunca será el Madrid, aunque en su pequeño reino de taifas así lo crean. Tu cine no es una experiencia sensorial, ni va un paso más allá, ni explora territorios vírgenes, ni, mucho menos, es genial. Pero te queremos igual.

Descansa, devora un buen B*g M*c, abandona la producción de La odisea (tiemblo solo de pensarlo), llama a Tom y ponte con la nueva de Misión Imposible. Nosotros y, sobre todo, el cine, te lo agradeceremos.

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