Hace tres años, M3GAN se convirtió en un inesperado éxito de crítica y público, y en toda una sensación viral, jugando con mucha gracia con las convenciones del cine sobre muñecos diabólicos ejemplificado por sagas como la de Chucky y la de Annabelle al tiempo que esbozaba de forma desenfadada reflexiones sobre los peligros del avance de la inteligencia artificial y su influencia en el desarrollo infantil.
Protagonizada por un robot con aspecto de encantadora preadolescente diseñado para hacer compañía a una niña huérfana y programado para salvaguardarla de cualquier daño físico y psicológico –incluso si eso significa asesinar a quienes suponen una amenaza para su protegida–, asimismo la película trataba de cuestionar y pervertir con mala baba el viejo ideal según el que la devoción materna representa la cúspide de la virtud femenina y, por tanto, las niñas deben ser programadas para acabar convirtiéndose en madres y cuidadoras.
Ahora, la secuela M3GAN 2.0 renuncia a dar continuidad a esa exploración. De hecho, desde su principio deja claro ser una película muy diferente de su predecesora, que abandona por completo cuanto aquella tenía de cine de terror. A cambio, se esfuerza por exhibir un humor y una autoconsciencia mucho más evidentes, y algunos de sus gags sin duda son eficaces; el robot M3gan conserva intacto su gamberrismo, como demuestra en una escena en la que se marca un baile al ritmo de This Woman’s Work, de Kate Bush, y en otra en la que exclama “¡Agarraos las vaginas!” antes de perseguir a su némesis en un bólido futurista mientras de fondo suena el tema musical de El coche fantástico.
Pero muchos de los chistes son variaciones de otros ya usados en la primera película, y en todo caso el humor no siempre encuentra acomodo en una trama demasiado complicada que mezcla elementos de películas de espías y evoca títulos como las dos últimas entregas de Misión Imposible o las parodias protagonizadas por Austin Powers.
Asimismo, igual que Terminator 2: El juicio final (1991) hizo en su día con el personaje encarnado por Arnold Schwarzenegger, M3GAN 2.0 convierte al robot asesino del título en un personaje mayormente benigno –que, eso sí, no ha perdido su sarcasmo, su capacidad para la violencia ni su habilidad para la manipulación– enfrentado a una variación de sí mismo creada por el ejército con fines geopolíticos que se ha rebelado de forma rotundamente sangrienta.
Y, demasiado a menudo, la película aparta a M3gan al segundo plano para dar más protagonismo a ese otro robot, tal vez más violento y letal pero también mucho más aburrido y genérico. Ese error de cálculo podría haberse mitigado si las escenas de lucha que trufan la película en sustitución de los elementos de terror resultaran satisfactorias. Pero no lo son.
En general, da la sensación de que el director Gerard Johnstone aprendió las lecciones equivocadas del éxito de M3GAN. Lo que atrajo al público a verla no fueron sus balbuceos sobre la relación entre el hombre y la tecnología, sino la extravagante fisicalidad de su protagonista y sus singulares tácticas de asesinato. Es cierto que, desde entonces, la inteligencia artificial se ha infiltrado en todas las facetas de nuestras vidas, y que no habría tenido sentido que la nueva película ignorara esa realidad pero, en todo caso, aquí Johnstone parece no tener muy claro qué decir al respecto, como demuestra incluyendo en la película una sucesión de elementos narrativos propios del cine de ciencia-ficción –trajes mecánicos, implantes neuronales y demás– sin saber muy bien qué hacer con ellos. Al final, trata de nadar y guardar la ropa: representa la IA como una grave amenaza que debe ser erradicada a cualquier precio, pero también como una fuerza positiva capaz de hacer el bien. En fin.
A decir verdad, M3gan sigue siendo una criatura francamente carismática y dotada de un irresistible sentido del humor, y su astuta mezcla de dulzura y monstruosidad sigue resultando efectiva. En cualquier caso, si esta saga aspira a seguir aumentando en número de entregas –no hay motivos para creer lo contrario–, más la vale volver al laboratorio para reprogramarse.