Festival de Venecia

Paolo Sorrentino, tan humano como un dios

Paolo Sorrentino no filma lo que existe, sino lo que desearía haber vivido: su cine es un ejercicio de gracia, una manera de reinventar la vida desde la pantalla

Paolo Sorrentino
Paolo Sorrentino en el 82 Festival de Venecia. EFE/EPA/ETTORE FERRARI

Nada me produce más tensión que escribir sobre mi cineasta europeo favorito, a quien considero que mejor resume las virtudes y defectos de nuestro desgastado continente. Mi problema es que no sé escribir “un perfil”, si lo entendemos como sobrevolar su obra y picotear -algo muy periodístico, por otra parte- sobre la epidermis de cada una de sus creaciones, sin dejarme ninguna, que es pecado. Para empezar, porque me da una pereza infinita; después, porque eso lo hacen mucho mejor otros con mayor capacidad de elipsis y menor capacidad de fascinación; y, sobre todo, por mi torpeza para hacerlo en mil palabras, o en dos mil, o en tres mil. 

Con lo cual, me perdonarás si centro el tiro en un prisma concreto de su inabarcable corpus creativo y soy un poco heterodoxo. 

Paolo Sorrentino tiene la gracia. La de desear las cosas que no existen. Y recrearlas.

A Paolo Sorrentino le hubiera gustado servir a un Papa y, sobre todo, enfrentarse creativamente a él, purito en boca, al igual que su padre artístico, Miguel Ángel Buonarroti, lo hizo con Julio II. Como no lo ha podido tener, porque los Papas de hoy en día, además de mucho más modernos, son mucho más democráticos y mucho más aburridos, se inventó su propio santo padre en la figura de Lenny Belardo/ Pío XIII en la lisérgica obra maestra televisiva The Young Pope (HBO), el pontífice más narciso, terrorífico y seductor de la historia. 

A Paolo Sorrentino le hubiera gustado ser un bohemio fracasado, sepultado por el éxito de su ópera prima, pero tampoco eso lo ha conseguido, porque es un genio. Y se lo inventa también y dialoga con su yo novelado, el crepuscular rey de la mundanidad, Jep Gambardella. Así, construye su obra cumbre, La gran belleza, y con ella ya dice todo lo que tenía que decir. Pero no nos importa, al igual que a la historia del arte no le importa que con La Pietà Miguel Ángel lo di(j)era todo. Queremos más, vamos al asalto, no nos importa que percuta sobre el mismo mármol.

A Paolo Sorrentino le hubiera gustado ser un viejo artista acabado al que se le escapa el tiempo como la arena entre los dedos. Pero como (aún) no lo es, pues se inventa a dos ancianos, esculpidos en los dos davides del arte interpretativo: Michael Caine y Harvey Keitel. La juventud, así se llama su flash forward vital.

A Paolo Sorrentino le hubiera gustado tener a su ciudad natal por novia. Y como eso tampoco se puede (que yo sepa), pues se la inventa y viste a Nápoles con la(s) forma(s) de la más bella sirena del mar Tirreno, Parthenope.

A Paolo Sorrentino, por último, le hubiera gustado ser hijo de sus padres. Y eso sí lo ha podido tener. Y los sublima y los recrea en la, paradójicamente, menos sorrentiniana pero más personal de sus películas: Fue la mano de Dios, su Innisfree particular.

Se acabó el amarcord. Empieza el periodismo festivalero.

El director italiano presenta en su jardín del edén, La Biennale, su última criatura, con su muso Toni Servillo, una vez más. Poco más sé de ella.

Mientras escribo estas líneas, a escasos días de arrancar el festival, intento buscar algo de documentación sobre La Grazia: no encuentro nada y llevo así un tiempo. Lo poco que he leído dice que el filme explora “la gracia como un estado de ánimo, una forma de estar en el mundo que desafía la lógica y la razón. El guion, del propio realizador, profundiza en temas como la fe, el azar y la redención, elementos recurrentes en su obra”. O sea, nada. Supongo que será una acción de comunicación pergeñada por su spin doctor para proteger la flor. En el almanaque del cine online más fiable, Filmaffinity, la despachan con un “historia de amor ambientada en Italia”, tan seco que es poético.

A Paolo Sorrentino, como a ti, como a mí, le hubiera gustado tener muchas vidas, muchos Papas, muchas novias-ciudades y mucha juventud. Si la gracia se resume en tocar la mano de Dios, él se lo ha permitido. A ver si nos devuelve algo.

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