La Iglesia Católica entra en una hora decisiva de su historia. Mientras los 133 cardenales electores se encierran en la Capilla Sixtina para elegir al nuevo Sucesor de Pedro, el mundo observa en silencio la chimenea vaticana a la espera de la fumata blanca. Pero más allá del gesto solemne del Habemus Papam, surge la pregunta de fondo: ¿qué Papa necesita la Iglesia en este tiempo?
No es una cuestión abstracta. El pontificado que comenzó en 2013 con el argentino Jorge Mario Bergoglio ha supuesto una etapa de profundas reformas, reorientaciones pastorales y gestos proféticos. Ahora, tras su fallecimiento, se abre una nueva etapa que no puede partir de cero, pero que debe enfrentar retos inéditos, desde la disolución del tejido espiritual de Occidente hasta la fragmentación digital que amenaza la comunión eclesial. En este escenario, el perfil del próximo Papa debe responder a tres urgencias ineludibles: la unidad de la Iglesia, el anuncio del Evangelio en un mundo secularizado y el ejercicio del gobierno pastoral.
Una unidad amenazada, pero posible
La unidad de la Iglesia ha sido desde siempre un desafío. Ya en los albores del cristianismo, Pablo escribía a los corintios para exhortarlos a “decir todos lo mismo” y evitar divisiones. La diversidad de culturas, sensibilidades, ritos e incluso visiones teológicas forma parte de la riqueza católica. Pero cuando esa pluralidad se convierte en fragmentación ideológica, en bandos enfrentados dentro del mismo cuerpo eclesial o incluso en herejías, la misión se ve comprometida.

En la era de la inteligencia artificial, las redes sociales y las polarizaciones radicales, mantener la unidad en la Iglesia se ha convertido en una tarea titánica. Lo que antes quedaba en los pasillos de una curia o en un debate teológico hoy se convierte en trending topic mundial. Cada gesto de la Iglesia es analizado, deformado o instrumentalizado. Las etiquetas de “progresista” o “conservador” simplifican hasta lo grotesco una realidad mucho más compleja. Y más allá de esto, la dinamitación de cualquier discurso debido a la fragmentación del pensamiento en que Occidente está inmersa hace imposible cualquier profundidad
Por eso, el nuevo Papa deberá ser un pastor que, sin renunciar a la legítima diversidad, sepa custodiar la comunión de la fe apostólica confiada al Sucesor de Pedro. Necesita una firmeza doctrinal que no excluya el diálogo, y una claridad evangélica que no se confunda con rigidez. La Iglesia no puede vivir dividida en facciones si quiere seguir siendo “una, santa, católica y apostólica”.
Hablar de Dios a un mundo que no escucha
La segunda gran urgencia es misionera. ¿Cómo anunciar hoy el Evangelio a un mundo que parece haber renunciado a la escucha? En muchos países, especialmente de tradición occidental, el cristianismo ha dejado de ser un referente cultural. La secularización ha dado paso a un nihilismo cotidiano, a una desconfianza de toda verdad, a un individualismo emocional que busca el bienestar inmediato antes que la trascendencia.
En este contexto, el nuevo Papa no puede limitarse a ser un gestor eclesiástico ni un diplomático de la fe. Necesita ser un evangelizador, alguien que con palabras y gestos pueda volver a encender la pregunta por Dios, por el sentido, por el amor verdadero. Y para eso, como decía Benedicto XVI, “la Iglesia no crece por proselitismo, sino por atracción”.
El Papa Francisco ha sido precisamente un testigo de esa urgencia evangelizadora. Su magisterio ha sido una constante invitación a salir de las estructuras para ir hacia las periferias, no solo geográficas, sino existenciales. En Evangelii Gaudium (2013), su primera gran exhortación apostólica, planteó una Iglesia “en salida”, que no teme el error si con ello lleva el consuelo del Evangelio. Le siguieron Laudato Si’ (2015), una encíclica profética sobre el cuidado de la creación, y Fratelli Tutti (2020), que recupera el espíritu franciscano de la fraternidad universal frente a un mundo desgarrado por el conflicto.
Más allá de los documentos, su estilo pastoral —hecho de cercanía, sencillez y denuncia profética— ha recolocado a la Iglesia como voz moral en debates globales donde muchos la daban por irrelevante. El nuevo Papa deberá asumir esa herencia con inteligencia: no repetirla sin más, pero tampoco ignorarla. Si el mundo moderno necesitó un Wojtyła para confrontar las ideologías totalitarias del siglo XX, y un Ratzinger para sostener la fe con el rigor del pensamiento, hoy hace falta una figura capaz de proponer el cristianismo como buena noticia para una humanidad herida.

Gobernar la Iglesia: autoridad y obediencia
El tercer punto es quizá el más delicado: el ejercicio del gobierno. En el imaginario popular, el Papa es a menudo visto como una figura de poder absoluto, monárquico. Sin embargo, ningún Papa puede inventar la Iglesia. El obispo de Roma es, ante todo, el primero llamado a obedecer a Dios y dar continuidad a la fe transmitida por los apóstoles. Y por eso mismo, los demás pueden obedecerle: porque él no se pertenece a sí mismo.
Gobernar hoy la Iglesia implica mucho más que gestionar curias o nombrar obispos. Requiere discernimiento, escucha, audacia y humildad. Francisco ha impulsado reformas estructurales importantes, desde la reorganización de la Curia romana con la constitución Praedicate Evangelium (2022), hasta una nueva cultura sinodal basada en la consulta, el diálogo y la corresponsabilidad de todos los fieles.
Ese camino sinodal, que algunos han malinterpretado como una forma de democratización eclesial, en realidad apunta a una Iglesia más evangélica, donde la autoridad se ejerce como servicio. El próximo Papa deberá continuar este camino, con el equilibrio necesario entre la colegialidad episcopal y el primado de Pedro. Tendrá que saber escuchar sin perder la dirección, y ejercer el gobierno como una obediencia activa a la tradición viva de la Iglesia.
La herencia de tres Papas y el perfil del próximo
En el último siglo, la Iglesia ha tenido pastores providenciales en momentos decisivos. Juan Pablo II fue el testigo heroico de la libertad y la dignidad humana frente a los totalitarismos. Benedicto XVI, con su profundidad teológica, ayudó a rearticular la doctrina en tiempos de relativismo y confusión. Francisco, por su parte, nos ha devuelto al centro del Evangelio: la misericordia, la opción por los pobres, la conversión pastoral.
El futuro Papa no debe ser un simple equilibrista entre estas tres figuras, sino un continuador con identidad propia. Las Congregaciones Generales previas al cónclave ya han señalado líneas claras: necesidad de reforma, unidad eclesial, impulso misionero, claridad doctrinal y liderazgo espiritual. El nuevo Pontífice deberá ser capaz de mantener la brújula de la tradición sin caer en el inmovilismo, y de acoger las preguntas de nuestro tiempo sin diluir la verdad del Evangelio.
No será fácil. Pero si algo enseña la historia de la Iglesia es que la Providencia no abandona a su pueblo. En el silencio de la Capilla Sixtina, entre cantos y votos, los cardenales buscan precisamente eso: discernir, más allá de intereses o lógicas humanas, el nombre del hombre que, como Pedro, pueda decir con verdad: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”.

El nuevo Papa: un hombre, de Dios y de la Iglesia
Pero, ¿qué cualidades debería tener ese hombre llamado a ocupar la cátedra de Pedro en esta hora crítica? La respuesta suele reducirse —no sin verdad— a que el nuevo Papa debe ser “un hombre de Dios”. Pero antes aún, convendría afirmar con sencillez: debe ser un hombre. Un hombre cabal, con toda la grandeza moral y ontológica que encierra esa palabra, como recalca el sacerdote González Chaves. Íntegro, sereno, maduro, equilibrado, capaz de unir y no de dividir. Alguien que haya atravesado sus propios conflictos, y que, precisamente por ello, pueda gobernar con prudencia, ecuanimidad y una sabiduría nacida del sufrimiento.
Antes de proclamarlo como “el Santo Padre”, que sea un hombre, y después, que sea un hombre de Dios. Pero no de un Dios genérico o diluido, como a veces se sugiere erradamente en nombre de la tolerancia. Debe ser un hombre del Dios de Jesucristo, que crea en su Palabra, que sepa que “el cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán”. Un cristiano profundamente adherido al Crucificado, que permanece firme mientras el mundo gira.
Y finalmente, un hombre de Iglesia. No como gestor de una institución cualquiera, sino como padre universal, de corazón abierto, que sin diluir el depósito de la fe —porque no le pertenece—, proclame que la Iglesia es casa de todos, todos, todos. Pero también que es casa con puertas, con un umbral: aquel que quien entra debe cruzar aceptando libremente el Evangelio que la constituye. Porque una Iglesia sin forma, sin fidelidad, no es inclusiva: se autodemuele.