Cuando Pretty Woman (Garry Marshall, 1990) se estrenó, fue un fenómeno cultural: la historia de una prostituta redimida por un rico empresario encarnaba el relato perfecto del cuento de hadas contemporáneo. Veinticinco años después, contemplarla desde una perspectiva feminista revela que esa redención romántica esconde dinámicas de poder problemáticas, dependencia emocional y una idealización incómoda de roles tradicionales.
Rescate emocional y económico como fantasía masculina
Vivian Ward (Julia Roberts), prostituta de Hollywood, es contratada por el poderoso Edward Lewis (Richard Gere) para acompañarlo durante una semana. Tras ese contrato surge un romance que transforma su destino. Este guion refuerza la narrativa del rescate femenino a través de la figura masculina: una mujer pobre y marginada encuentra su valor solo cuando un hombre rico decide mostrarle cariño y elevarla socialmente.

La relación se construye sobre desigualdades evidentes: Edward ofrece dinero a cambio de compañía, regala ropa lujosa y paga un alquiler caro. El amor ocurre dentro de ese intercambio de poder: Vivian asciende de sociedad gracias a su vínculo con él, pero su agencia sigue supeditada a su benefactor.
Traumas del pasado idealizados como romanticismo
La película ofrece solamente pinceladas sobre la vida anterior de Vivian. Se asume que sobrevivió en las calles, víctima de pobreza y violencia invisibilizada. Pero en lugar de explorar las causas o consecuencias reales de esa vida, Pretty Woman opta por convertirlo en un telón de fondo romántico que enfatiza la necesidad de salvación romántica, ocultando las raíces sociales de la marginalidad femenina.
En ese sentido, más que una narrativa transformadora, este guion perpetúa la idea de que sin un héroe masculino, una mujer no puede construir su propia redención.
Estereotipos de género sin fisura
“Salvar a la dama” encarna un arquetipo clásico: Edward es el hombre exitoso, razonable y dominante; Vivian, la mujer emocional, vulnerable y transformable. Su evolución es evidente: deja atrás su apariencia “caótica” al vestir trajes apropiados para cenas de gala. Esa transformación visual sugiere que para ser digna de amor, una mujer debe abandonar su identidad original y adoptar los símbolos del estatus y la respetabilidad.
Las amigas de Vivian apenas existen y sus conversaciones no van más allá del significado emocional de la relación. No hay sororidad, no hay diálogo entre mujeres sobre temas que no sean hombres o moda. La película no supera el Test de Bechdel en ningún momento destacado.
Invisibilidad laboral y falta de representación
En ningún instante el guion aborda la prostitución como profesión legítima. Vivian es retratada como víctima que merece ser salvada, en lugar de persona con agencia. No hay profundidad en la negociación de su actividad ni se visualiza un futuro autónomo fuera de la relación romántica.
La película también carece de diversidad visible: la ciudad que transitan está llena de rostros blancos y de clase media alta, sin presencia racial o cultural, ni corporal, que podrían haber enriquecido el relato.
Romance desigual disfrazado de cuento de hadas
Edward pagaba por Vivian, y el amor surge en ese marco de transacción. La cotidianeidad que viven juntos —entrar a un teatro, cenar en lugares elegantes— no cuestiona en ningún momento la naturaleza mercantil de su vínculo inicial. Se presenta de forma edulcorada, como un capricho encantador, no como un desequilibrio emocional y económico.
La transformación de Vivian se plasma a través de su traje rojo final: elegante, sofisticada. Se transmite un mensaje claro: para pertenecer al mundo de Edward, debe encajar en su estética. Ese detalle visual revela una cosificación estética subordinada al poder masculino.

¿Puede disfrutarse hoy?
Pretty Woman sigue siendo un clásico innegable del género romántico: su química, su banda sonora y su estilo siguen funcionando en términos sentimentales. Pero con las gafas del feminismo actual, la película se convierte en un retrato nostálgico de una era que aún no cuestionaba las jerarquías de género, clase y prostitución.
Tiene encanto para quienes la recuerdan como un retrato ingenuo del amor sentimental. Sin embargo, verla hoy implica reconocer que su encanto se basa en dinámicas que el feminismo contemporáneo ya considera problemáticas. Lo que en los años 90 se vivía como liberador, hoy puede leerse como una estructura narrativa donde la mujer es rescatada, no autónoma; amada, no agente.
Quizás revisitar Pretty Woman merezca la pena como ejercicio de memoria cultural: entender de dónde venimos para valorar cómo hemos empezado a contar otros relatos. Pero si se espera encontrar un retrato feminista de la heroína moderna… esta no es esa película.