Con Un simple accidente estamos ante una de las películas no solo más importantes del año, sino también de las más especiales. El pasado mes de mayo, el cineasta iraní Jafar Panahi volvía al festival de Cannes, después de 16 años en los que ni siquiera había podido abandonar su país. Lo hacía, además, participando en la sección oficial del festival de cine más prestigioso del mundo, el cual acabó coronando con la Palma de Oro.
Esta no es solo la victoria de una gran película sino también la victoria del cine como herramienta social, libre y poderosa; un triunfo para todos los que consideramos que este arte significa muchísimo más que una combinación de imágenes y sonidos dispuestos para nuestro entretenimiento.
Jafar Panahi fue detenido en diversas ocasiones entre los años 2009 y 2010 sin ninguna explicación demasiado clara por parte del régimen iraní, quienes afirmaban que lejos de ser encarcelado por su condición de artista o por motivos políticos, el director había cometido “un delito”. Las mentiras y las declaraciones confusas se acumularon en esos meses, mientras Panahi continuaba incomunicado con el mundo exterior, el cual, representado por varios de los más importantes directores, productores y actores del mundo (Robert Redford, Martin Scorsese, Steven Spielberg, Ken Loach, Walter Salles, Abbas Kiarostami, Asghar Farhadi, por nombrar sólo unos pocos) exigía su puesta en libertad.
Al fin, en 2011 se confirma su sentencia: 6 años de cárcel (en la que acabaría ingresando en 2022) y 20 de inhabilitación para hacer cine, imputado por actuar contra la seguridad nacional y hacer propaganda contra el estado. Su pasaporte fue retirado y se le prohibió trabajar en su arte, hasta este mismo año.

Conocer, aunque sea brevemente, todo lo que ha sufrido el cineasta en los últimos años resulta vital para entender todo lo que esconde una película tan potente como Un simple accidente. La película cuenta la historia de Vahid, un mecánico que fue encarcelado y torturado en el pasado por el régimen iraní, pero que ahora vive una vida tranquila. Un día, Eghbal entra en su taller tras tener un accidente con el coche. Al escuchar cómo chirría la prótesis de su pierna, Vahid reconoce a uno de los captores que le torturaron en su encierro, dando así inicio a un deseo de venganza que lo llevará más lejos de lo que puede esperar.
La película, rodada en la clandestinidad, sin autorización de las autoridades, tiene claramente mucho de la historia del propio Panahi, quien se inspira en su propia experiencia, siendo torturado con los ojos vendados y solo pudiendo imaginarse cómo y quién serían sus captores. Cómo es habitual en el cineasta, esta es una película de carácter marcadamente moral y social. Panahi analiza las injusticias de su país, pero sin caer en un tono excesivamente melodramático ni aleccionador, sino que logra equilibrar de forma perfecta la tensión, el drama brutal, la comedia negra, medida y refrescante que roza, por momentos, el absurdo y la psicología desgarradora y tremendamente compleja de unos personajes en la encrucijada entre la venganza y su propia humanidad.

Sin embargo, lo más notorio es cómo se nota lo que significa la película para Panahi. Cada escena, cada plano, está cubierto por un manto de rabia latente, que respira debajo de las imágenes y a través de sus personajes. La cinta, realmente trata de qué puede hacerse con esa rabia, del conflicto entre liberarla o contenerla, del choque entre la venganza y la clemencia, de cómo incluso con la razón más contundente para odiar y querer acabar con alguien, las circunstancias pueden hacer que acabes dando tu perdón a quien no lo merece.
Panahi demuestra tener mucho odio dentro, pero también corazón, cuidado, no confundir con compasión. La imposición de justicia que se hace aquí puede parecer paradójica, pero es en esas grietas en las que se cuela la reflexión tan interesante y personal del cineasta. Robert Daniels explica que para él, esta es una película de prisiones, las físicas y las que construye nuestra memoria. De algún modo las dos son igual de palpables, inescrutables, insondables y solo podemos lograr la llave para escapar a través del dolor de enfrentarnos a nuestros aprehensores.
Un simple accidente no es una película fácil. Es una cinta con la que muchos tendrán muchos problemas y conflictos, a nivel social, político, ideológico, moral, porque sabe llevarte a lugares difíciles y te obliga a encarar esas situaciones a las que no quieres enfrentarte, hurgando en la llaga aún sabiendo que duele, y haciéndolo a conciencia hasta que la herida quede entumecida e insensible. Es cine importante y necesario, del que nos hace discutir, plantear preguntas y reflexionar sobre el pasado y el presente, pero, sobre todo, del futuro.