Diana tenía un don. No tanto el de la premonición, aunque a veces lo pareciera, sino ese otro, más raro y más delicado, que consiste en ver en los demás lo que aún no son pero podrían ser si el mundo fuera un poco más valiente. Lo tuvo con sus hijos. Lo tuvo, sobre todo, con Harry. No era solo el más risueño, el más inquieto, el más desordenado de los dos. Era, para ella, el más humano.
Robert Jobson, periodista y biógrafo especializado en la Casa Real británica, rescató recientemente en el documental William & Harry: Princes at War? (Channel 5) la historia de que durante su vida Diana tendría en mente a Harry como rey en lugar de Guillermo. Según Jobson, Lady Di usaba un sobrenombre cariñoso para su hijo menor: “GKH”, siglas de Good King Harry (“Buen Rey Harry”), porque, en su opinión, él poseía cualidades más idóneas para reinar.
Aunque Jobson no es un defensor declarado de Harry -de hecho, el príncipe pelirrojo lo acusa de inventar “fuentes imaginarias” en su litigio contra la prensa- presentó esta confesión en la televisión inglesa, respaldada por relatos como el de Jeremy Paxman, quien recordaba que Diana le explicó que mientras Guillermo se mostraba reticente (“no quería ser rey”), Harry respondió: “si tú no lo quieres, yo lo cojo” .

William, contaba Diana, no quería ser rey. Lo decía con una seriedad precoz, como quien ya intuye el peso de algo que le ha sido asignado sin serle preguntado. Y fue entonces cuando Harry, apenas un niño, respondió: “Si tú no quieres, lo tendré yo”. No sabemos si lo dijo en serio, o si simplemente quiso aliviar a su hermano. Pero Diana lo recordaba con un brillo especial. No porque aspirara realmente a verlo coronado, sino porque en ese gesto (espontáneo, protector, desarmado) había una generosidad y una frescura que, tal vez, hacían falta en la institución más antigua de Europa.
La historia, ya lo sabemos, fue por otro lado. Y sin embargo, como en las novelas tristes que uno relee porque no puede evitarlo, hay una especie de belleza en lo que pudo haber sido. Harry, el que se fue, el que cruzó el Atlántico con su familia nueva y sus heridas viejas, sigue cargando esa posibilidad irreal. Y cada vez que lo entrevistan, cada vez que aparece en un acto benéfico, cada vez que pronuncia un discurso donde habla del alma, de la salud mental, de los soldados olvidados o de las madres ausentes, uno no puede evitar pensar en ese título secreto que su madre le dio sin ruido y sin ceremonia.
Los que conocieron a Diana dicen que tenía una mirada que te hacía sentir visto, y no solo observado. Que no había otra como ella para adivinar cuándo alguien estaba al borde del llanto. Ken Wharfe, su ex guardaespaldas, lo ha repetido en más de una ocasión: si se tratara de sensibilidad, Harry sería mejor rey que muchos. Era más empático, más libre, más intuitivo. Más parecido a ella.
Claro que en la monarquía no bastan las emociones. Hay una maquinaria, una herencia, un aparato simbólico que resiste mal los temblores del alma. William, más firme, más parco, más institucional, cumplirá con su papel sin fisuras. Y tal vez eso es lo que se espera. Pero Diana, que vivió en carne propia la contradicción de ese molde, sabía que a veces el rey ideal no es el que hereda la corona, sino el que sabe mirar al pueblo sin filtros, sin tronos, sin intermediarios.
Una se pregunta -como se preguntan las madres cuando los hijos crecen y ya no se dejan besar en público- qué pensaría Diana si viera a Harry ahora. Si lo reconocería. Si sabría perdonarle las huidas, los enfados, la tristeza aún sin resolver. Si volvería a llamarlo “GKH” en un susurro, con esa mezcla de nostalgia y orgullo que a veces sólo entienden las mujeres que han amado demasiado.
Harry nunca será rey. Pero quizás, en algún rincón íntimo de la historia, ya lo fue. Al menos para ella.