El mundo de la arquitectura perdió hace pocos días a uno de sus grandes revolucionarios: Frank Gehry. Su partida marca el cierre de una era en la que la creatividad, la intuición y la osadía se enfrentaron directamente con los modelos tradicionales de diseño. Gehry no solo cambió fachadas; cambió mentalidades. Y lo hizo siendo fiel a sí mismo, incluso cuando su visión parecía incomprensible para muchos.
Gehry, cuyo nombre original era Ephraim Owen Goldberg, el cual se cambió para evitar la discriminación antisemita que vivió en su juventud. Creció rodeado de piezas de madera del negocio de su abuelo. Con ellas construía pequeñas ciudades improvisadas, un juego que sin saberlo sembró la semilla de su futuro. Antes de elegir la arquitectura, incluso soñó con ser artista, y quizás por eso nunca aceptó las reglas rígidas de su profesión.
Transformó lo que tocaba: desde muebles de cartón con su serie “Easy Edges” mostrando su obsesión por transformar materiales simples en objetos inesperados que se volvieron un éxito hasta maquetas hechas con papel arrugado que luego serían edificios icónicos.

En sus inicios, muchos de sus bocetos fueron considerados simples garabatos, dibujos impulsivos que parecían carecer de orden o intención. Sin embargo, para Gehry, esos trazos rápidos eran la semilla de algo más grande: espacios que se convertían en experiencias, edificios que trascendía su función para transformarse en esculturas habitables. Su capacidad para ver arquitectura donde otros veían desorden marcó el inicio de un lenguaje propio que años más tarde cautivará al mundo.
Gehry era profundamente autocrítico: si un diseño no lo hacía sentir algo, lo descartaba sin arrepentimiento. Y aunque sus obras parecían nacidas del caos, detrás había matemáticas exactas y la precisión de ingenieros aeroespaciales.

Uno de los aspectos profundamente presentes en su obra, era su atracción por las formas orgánicas, muchas de ellas inspiradas en el cuerpo humano. De hecho, en varias ocasiones Gehry habló de cómo ciertas curvas arquitectónicas evocaban la figura femenina y la elegancia del movimiento. Un ejemplo emblemático es la Casa Danzante en Praga popularmente conocida como “Fred and Ginger” donde una de las torres representa una figura estilizada y sinuosa, frecuentemente interpretada como una mujer moviéndose con gracia, estas formas las veía como una oportunidad para humanizar la arquitectura, para hacerla más emocional y menos rígida.
Un ejemplo emblemático de esta fidelidad estética es el Museo Guggenheim Bilbao. Antes de convertirse en un icono global, muchos se mostraban escépticos ante su diseño curvo y dinámico, que parecía desafiar no solo la gravedad, sino también la tradición. Sin embargo, se mantuvo firme en su visión: crear un edificio que no solo albergará arte, sino que fuera arte por sí mismo. El resultado se transformó en un punto de inflexión para la arquitectura contemporánea y para la propia ciudad de Bilbao, siendo su obra más influyente.

Gehry no alcanzó su fama de inmediato, de hecho, su reconocimiento global llegó cuando ya era mayor, después de décadas explorando materiales, formas y conceptos que muchos consideraban arriesgados o incluso absurdos. A lo largo de su carrera enfrentó rechazos, proyectos cancelados y fuertes cuestionamientos sobre la funcionalidad de sus diseños. Algunos críticos decían que daba más importancia al espectáculo que al uso práctico, y varias propuestas fueron descartadas por ser “demasiado audaces”. Sin embargo, su perseverancia lo llevó a transformar sus fracasos en oportunidades, hasta consolidarse con grandes obras.
Hoy, mientras el mundo recuerda su legado, es inevitable pensar en lo que su vida representa para el diseño y para la creatividad en general. Gehry demostró que innovar significa desafiar, que romper patrones puede ser incómodo, pero también profundamente transformador. Y que la arquitectura al igual que la propia vida se vuelve más rica cuando permite espacio para lo inesperado, para lo emocional, para lo humano.
Su muerte deja un vacío, pero también una pregunta abierta que atraviesa a estudiantes, profesionales y creadores de todas las disciplinas: ¿Debemos seguir los patrones de lo “correcto” o atrevernos a ser diferentes, aunque a muchos les cueste entendernos, permaneciendo fieles a nuestra visión y a nuestra identidad creativa?


