Giorgio Armani, el alma y arquitecto del estilo contemporáneo italiano, ha fallecido este jueves a los 91 años en su casa de Milán, la ciudad que lo adoptó como genio creativo y capital de su imperio, donde se encontraba recuperándose de una enfermedad sin precisar y rodeado de su círculo más cercano.
El comunicado oficial de la casa Armani señaló que el diseñador había estado retirado en su domicilio, recuperándose de un problema de salud que lo apartó de la primera línea de los desfiles en junio, y que había seguido trabajando en la organización del 50 aniversario de su marca, previsto para celebrarse en la próxima Semana de la Moda de Milán.
“Con profunda tristeza comunicamos la muerte de Giorgio Armani. Su legado vivirá para siempre en cada costura, en cada tejido y en cada visión de elegancia que nos deja”, reza el texto difundido por la compañía.
Nacido en 1934 en Piacenza, en el seno de una familia modesta, Armani vivió de niño los rigores de la posguerra y la dureza de un país devastado. En 1957 comenzó a trabajar en los grandes almacenes La Rinascente, donde se inició en el mundo de la moda como escaparatista y comprador.
Poco después entró en contacto con Nino Cerruti, para quien diseñó prendas masculinas que llamaron la atención por su frescura y sencillez. En 1975, junto a su socio y pareja Sergio Galeotti, fundó Giorgio Armani S.p.A. con apenas 10.000 dólares. Ese mismo año presentó su primera colección masculina y femenina. El mundo estaba a punto de descubrir un estilo nuevo, con líneas depuradas, trajes sin forro rígido, paletas de color sobrias y prendas que transmitían elegancia sin artificio.

El estilo Armani
El fenómeno Armani explotó a principios de los años ochenta. En 1980, Richard Gere vistió trajes de la casa en la película American Gigolo, llevando el nombre del diseñador a la gran pantalla y a millones de espectadores. El “estilo Armani” se convirtió en sinónimo de poder relajado, de lujo discreto, de minimalismo refinado. En Wall Street, en Hollywood, en las alfombras rojas, su huella se multiplicó. No se trataba solo de ropa: era una nueva forma de entender el prestigio, alejada de la ostentación barroca que había dominado la moda en décadas anteriores.
Con los años, Armani construyó un imperio diversificado que trascendió la moda. Lanzó líneas como Emporio Armani, Armani Exchange, Armani Junior, Armani Casa y Armani Beauty, adaptando su estética a distintos públicos. Sus fragancias se convirtieron en superventas mundiales y en símbolo de sofisticación accesible. En 2010 abrió el Armani Hotel en Dubái, dentro del Burj Khalifa, proyectando su visión de lifestyle global. Según Forbes, su fortuna personal superaba los 7.000 millones de dólares, lo que lo situaba como uno de los diseñadores más ricos e influyentes del planeta.

Entre las modelos que encarnaron el estilo Armani, Eugenia Silva ocupa un lugar destacado. Musa del diseñador durante la década de los noventa, se convirtió en una de sus embajadoras más visibles en pasarelas internacionales y campañas publicitarias. Con su elegancia, Silva ha encarnado siempre -a la perfección- esa mujer Armani: segura, sobria y magnética sin necesidad de artificios. Su colaboración contribuyó a consolidar la imagen global de la casa en un momento en que la moda italiana vivía su máximo esplendor y Milán se confirmaba como capital indiscutible del lujo.
El diseñador siempre mantuvo el control absoluto de su empresa, a diferencia de otras casas históricas absorbidas por conglomerados de lujo como LVMH o Kering. Esta independencia le permitió preservar una identidad creativa coherente y fiel a sus principios: elegancia sobria, cortes impecables, ausencia de logomanía. “La moda que grita no me interesa”, declaró en más de una ocasión. Para Armani, el buen vestir debía ser un susurro, no un grito.
Su vida personal estuvo marcada por la discreción. Nunca se casó ni tuvo hijos, y tras la muerte de su socio Sergio Galeotti en 1985, víctima del sida, se volcó aún más en su trabajo. Aquel golpe lo acompañó siempre. “Con él murió una parte de mí”, confesó años más tarde. Esa pérdida también moldeó su carácter reservado, casi ascético, que contrastaba con el brillo de su imperio. Vivía en un ático sobrio en Milán y pasaba largas temporadas en Pantelleria, la isla siciliana donde encontraba refugio y silencio.

En los últimos años, Armani se convirtió en figura patriarcal de la moda italiana. Presidió desfiles históricos en Milán y París, apoyó iniciativas de sostenibilidad, defendió la producción Made in Italy y cuidó hasta el último detalle de su legado. En plena pandemia de Covid-19, fue de los primeros en cerrar sus desfiles al público, donó millones a hospitales italianos y dio una lección de responsabilidad social. “La moda no puede ser ciega ni egoísta”, dijo entonces, dejando claro que su concepción del lujo iba de la mano de un fuerte sentido ético.
Giorgio Armani cambió la historia de la moda redefiniendo el traje masculino y liberándolo de rigideces, empoderando a la mujer ejecutiva con trajes de chaqueta que la colocaban en igualdad de presencia frente al hombre, convirtiendo la sobriedad en lujo y construyendo un universo global que iba desde la pasarela hasta los hoteles sin perder coherencia estética.
Su nombre será recordado junto a los de Coco Chanel o Yves Saint Laurent, porque Armani fue más que un diseñador…, fue un arquitecto cultural, alguien que supo leer el espíritu de su tiempo y darle forma en tela, corte y costura.
Su fallecimiento supone el fin de una era. El “rey del minimalismo” se ha ido, sí; pero su huella continúa. Marcó el modo de vestir pero también la forma de entender la elegancia con sentido contemporáneo y sin estridencias. Como escribió alguna vez en sus memorias: “Quise vestir no a un cuerpo, sino a una actitud. Quise dar forma a la elegancia como una segunda piel”. Esa actitud, esa piel, será para siempre Giorgio Armani.