Una madrugada de junio en el litoral de Barcelona, la policía local multó a una pareja de veinteañeros por mantener relaciones sexuales en la arena. No eran turistas despistados, eran dos jóvenes barceloneses que, según contaron después, no tenían un lugar privado al que ir. Él vivía con sus padres, ella compartía piso con tres amigas y El Mediterráneo, de repente, se convirtió en su habitación de hotel.
La escena no es aislada. Desde Madrid a Los Ángeles, desde parques en Berlín a baños de discoteca en Buenos Aires, el sexo en público aparece en titulares, foros digitales y, sobre todo, en TikTok, donde abundan los relatos de encuentros furtivos en coches, portales y festivales. La pregunta que se impone es obvia: ¿qué hay detrás de esta práctica?

Los datos ayudan a poner el fenómeno en contexto. En la Unión Europea, la edad media de emancipación se sitúa en los 26,2 años y más de uno de cada cuatro jóvenes vive en viviendas sobreocupadas. Para el diez por ciento, la vivienda consume más del 40% de sus ingresos. En España, donde los alquileres se disparan y los sueldos siguen congelados, el problema se intensifica: habitaciones compartidas, pisos minúsculos, convivencia prolongada con padres o con compañeros de piso. En Estados Unidos, la tendencia es parecida. Un 18% de los adultos de entre 25 y 34 años continúa residiendo con al menos uno de sus progenitores. Lo que alivia las cuentas bancarias limita inevitablemente la vida íntima. Lo que parece libertinaje es, en muchas ocasiones, pura logística: si no hay habitaciones disponibles, la intimidad migra a parques, coches y baños públicos.
El morbo del riesgo
No todo se explica por la falta de espacio. La sociología del riesgo habla de edgework, experiencias que buscan el filo de lo permitido, donde la excitación proviene tanto del placer como del peligro de ser descubierto. El sociólogo Stephen Lyng aplicó este concepto a deportes extremos, pero hoy los jóvenes lo trasladan al sexo en un coche aparcado o en un festival.
Para algunos, la precariedad habitacional empuja a salir; para otros, el riesgo es también parte del atractivo. Los estudios sobre sexualidad juvenil apuntan en la misma dirección: el placer, la autoafirmación, la presión de pares y el afrontamiento de emociones siguen siendo motivaciones principales. Cuando el hogar no ofrece refugio, la oportunidad se convierte en catalizador.

De OnlyFans a TikTok, la intimidad como espectáculo
El contexto digital contribuye a esa percepción. OnlyFans, la plataforma que ha convertido la sexualidad en contenido monetizable, cerró 2024 con más de 377 millones de cuentas de fans. Aunque la mayoría de lo que allí circula sucede en habitaciones privadas, la idea de hacer visible lo íntimo ha calado profundamente.
Las redes sociales, con su lógica de “si no se comparte, no ha pasado”, han reducido el umbral de incomodidad frente a la exposición. No necesariamente porque los jóvenes deseen ser vistos por extraños, sino porque lo privado ya no está tan claramente separado de lo público. Los hashtags sobre sexo en público acumulan millones de visualizaciones en TikTok y Reddit, y en muchos foros se habla de ello con naturalidad, a medio camino entre la confesión morbosa y la anécdota cómica.

Un limbo legal y moral
Ese trasvase de lo íntimo a lo común tropieza, sin embargo, con las normas. En España, el artículo 185 del Código Penal castiga el exhibicionismo sexual cuando se produce ante menores o personas con discapacidad. El resto queda en manos de las ordenanzas municipales de civismo, que imponen multas por actos sexuales en espacios públicos si hay quejas vecinales o si se considera que se atenta contra la convivencia. Barcelona endureció su normativa en 2023 y otras ciudades han seguido el mismo camino. El resultado es una especie de limbo legal: rara vez se convierte en un delito grave, pero puede costar caro en forma de sanción administrativa.
Paradójicamente, la llamada generación Z mantiene menos relaciones sexuales que las anteriores. Diversos informes en Estados Unidos y Reino Unido apuntan a un declive en la frecuencia de encuentros sexuales entre jóvenes, atribuido a la ansiedad, la precariedad y la fatiga digital.
Que aparezcan más casos de sexo en público no contradice esa tendencia, lo que ocurre es un cambio en el dónde y en el cómo. Los encuentros son menos frecuentes, pero cuando suceden, se concentran en espacios visibles, comentados y, a menudo, viralizados.

Género y desigualdad en el riesgo
El riesgo, sin embargo, no se reparte de manera equitativa. Para muchas mujeres y personas LGTBIQ+, la exposición pública puede traducirse en violencia, acoso o grabaciones no consentidas.
El morbo del peligro que excita a algunos, para otros es miedo real. En los entornos queer han surgido códigos no escritos que regulan el sexo en espacios públicos: señales, reglas y consensos que buscan minimizar daños y garantizar que la transgresión no se convierta en amenaza. Pensar el fenómeno sin romanticismos implica tener en cuenta estas diferencias de género y seguridad, porque lo que para unos es juego erótico, para otros es un riesgo tangible.
En última instancia, el auge del sexo en público entre la generación Z se lee mejor como un síntoma urbano que como un cambio moral. Ciudades sin refugio íntimo, alquileres imposibles y habitaciones demasiado pequeñas empujan la vida privada hacia lo común. Lo privado se desborda, y lo común se convierte en escenario de prácticas que antes ocurrían tras una puerta cerrada. La pregunta, por tanto, no debería ser por qué los jóvenes practican sexo en público, sino qué dice de nuestras sociedades que un parque se convierta en el lugar más accesible para hacer el amor.
Quizá la solución no esté en endurecer ordenanzas ni en moralizar desde la tribuna, sino en algo mucho más sencillo y estructural: más viviendas asequibles, más intimidad garantizada, más puertas con pestillo. Porque la intimidad, conviene recordarlo, también es una infraestructura.