Últimamente Japón se ha convertido en un destino de moda hasta el punto de que ha decidido subir las tarifas a los turistas. Es también un país sinónimo de precisión y disciplina. Allí, un pequeño municipio de la zona de Aichi ha decidido plantarle cara a un gran problema: la adicción de sus habitantes a las pantallas.
Toyoake, una pequeña ciudad de apenas 69.000 habitantes, acaba de anunciar una de sus más polémicas ordenanzas. Recomienda a sus vecinos limitar a dos horas diarias el uso recreativo de sus teléfonos móviles, ordenadores y tabletas. Además, establece horarios de desconexión nocturna para favorecer el descanso tanto de adultos como de la infancia.
Los niños de clases anteriores a la primaria deberán dejar sus dispositivos “dormiditos” antes de las nueve de la noche, mientras que el resto de la población tendrá una hora extra para su disfrute. A las diez, se acabará la vida “ocio-conectada” y se ordenará un atípico toque de queda. Entró en vigor el 1 de octubre y no busca prohibir la tecnología, sino recuperar algo tan sencillo como desconectar “a ratos” y no depender tanto de ella.
Realmente, no habrá ni castigos ni multas, solo se trata de una recomendación pública. Sin embargo, ha abierto un intenso debate social alrededor de la adicción a los smartphones. El alcalde, Kazuhiko Nagashima, ha explicado a los medios que el objetivo es intentar frenar el deterioro del bienestar de sus ciudadanos y ayudarles a recuperar un sueño reparador y adecuado. La hiperconexión preocupa ya a pediatras, educadores, psicólogos y ministros, ¿cómo no iba a preocupar a los ayuntamientos?
Las reacciones han oscilado desde los agradecimientos y aplausos a esta iniciativa pionera hasta un cierto rechazo por la potencial intromisión en la vida privada. Muchos ciudadanos consideran probablemente que la decisión es excesiva, que limita las libertades individuales, que se mete en temas privados y familiares. Pero ¿quién irá a controlar que, por las noches, las familias lo aplican?
La administración local ha respondido inteligentemente, y con calma, que no impone sanciones, solo invita a tomar conciencia. Y la verdad es que, tanto en Japón como en Europa, razones no faltan.
Hiperconexión: una epidemia silenciosa
La decisión de este pueblo nipón no surge de un calentón puntual o de una situación local, sino de un contexto social cada vez más alarmante en esa sociedad. Estudios realizados estos últimos años revelan que casi la totalidad de la población posee un teléfono y, entre los cuales, la franja de edad adolescente pasa de media, más de cinco horas diaria conectada.
Investigaciones académicas subrayan que uno de cada cinco estudiantes universitarios presenta síntomas compatibles con el uso abusivo de contenidos en sus móviles. A esto cabe sumarle una de las consecuencias más obvias y visibles: la falta de descanso nocturno en sus propios hogares.
Las autoridades locales destacan que la ordenanza municipal se centra principalmente en proteger el sueño después de haber detectado un aumento significativo de problemas de insomnio, alteraciones habituales del ritmo circadiano y fatiga crónica entre los más pequeños.
Este fenómeno se cruza con otro, no menos preocupante, que es la progresiva desconexión social y la pérdida de encuentros presenciales. En un estado donde, por cultura y costumbres, luchar contra el aislamiento siempre ha sido un gran desafío, la pantalla ha terminado por consolidar unas rutinas que no promovían, de por sí, la interacción humana.
El debate no es una polémica insignificante y se basa en datos inquietantes. A diferencia de otros problemas sanitarios más visibles, como la obesidad, la hipertensión o el tabaquismo, esta dependencia tecnológica opera en silencio y es socialmente aceptada.
Un problema global con una respuesta desigual
No es un caso aislado, sino la expresión de un fenómeno global y enquistado. Los síntomas son los mismos en casi todas las sociedades desarrolladas. El uso excesivo de las pantallas arrastra ineluctablemente a una pérdida del foco de atención en clase, déficit del sueño, una ansiedad permanente, una falta de interés en reunirse. Todo un trauma a gran escala. Aquí en España, los bares dicen que los jóvenes salen menos, prefieren quedarse en casa los fines de semana, jugando a la consola.
Cierto es que países escandinavos han echado marcha atrás en su adopción en las aulas, que Australia ha legislado una edad mínima para estar en redes, pero pocos estados lo han escrito negro sobre blanco. En Francia, por ejemplo, los teléfonos están prohibidos en las aulas de primaria y secundaria. Aquí en España, algún instituto ha previsto casilleros para que no se acceda en clase con esa parafernalia. Austria y Corea del Sur han seguido caminos similares, con restricciones progresivas en todo tipo de escuelas. En China, se están abriendo centros de desintoxicación digital, como si se tratase de una patología tan grave como fumar o beber a todas horas.
Vemos cómo emanan respuestas dispares, adaptadas a cada uno de los distintos contextos culturales y sociedades. Aun así, nacen de un mismo diagnóstico: la hiper conexión es un problema mundial muy serio.
Mientras Japón desconecta, China programa
En el otro extremo del tablero geopolítico, geográficamente tan cerca, China acelera en la dirección opuesta. A partir de septiembre de 2025, ciudades tan importantes como Pekín o Hangzhou han convertido la enseñanza de inteligencia artificial en obligatoria, y eso desde los seis años.
No es un experimento pedagógico, sino una estrategia nacional buscando consolidar China como la futura potencia tecnológica. Su apuesta es clara: al familiarizar a los niños con la automatización y los algoritmos, más opciones de formar, mañana, a mentes programadoras.
Frente al enfoque del país vecino alertando sobre los riesgos de la hiperconexión y la necesidad de ponerle freno, los chinos entienden que la exposición temprana a la IA será un activo competitivo.
Siendo sinceros, no está reñido desconectar con aprender a vivir con la tecnología desde una edad muy temprana. El problema de las nuevas generaciones occidentales es perder tiempo en contenidos de “poco valor profesional añadido”, mientras China les prepara a carreras altamente digitalizadas.
Sentido común y derecho a la privacidad
Este último caso mediático abre un debate que se va a ir repitiendo a medida que avance la década. Muchos investigadores y neurólogos apuntan incluso a un cambio de morfología cerebral en los menores expuestos, desde su nacimiento, a las pantallas. Su impaciencia y capacidad de tomar decisiones podrían verse afectadas a largo plazo, de forma irreversible, y para el resto de su existencia.
La pregunta es si la administración pública puede decidir cómo gestionar nuestra vida o educar a nuestra progenitura. Y si la desconexión digital mejora la salud pública, ¿no debería entonces el Estado intervenir en otros hábitos tan dañinos, como el sedentarismo o el consumo excesivo de azúcar?
El reto, como lo señalan la mayoría de los expertos, no está en demonizar la tecnología, sino en concienciar a la población de aprender a integrarla en nuestras vidas, sin que perdamos nuestra propia esencia.
Parece futurista pero no lo es tanto. Nos vamos a ir enfrentando a un mundo donde las máquinas van a ser cada vez más humanas y nosotros cada vez menos emocionales, que es lo único que nos diferenciaba. Digo siempre que somos la última generación en haber conocido la vida “antes” y “sin” pantallas, sino aportamos nosotros las soluciones, ya no habrá nadie que lo haga.




