Afganistán

De analfabeta a escritora: la niña que se disfrazó de hombre y hoy da esperanza a mil mujeres en Afganistán

La activista afgana, que sobrevivió a los talibanes fingiendo ser su hermano, ha reconstruido su vida en España y acompaña desde Badalona a cientos de mujeres atrapadas en la oscuridad del régimen de Afganistán. "Están muertas en vida", admite

Afganistán
La activista afgana Nadia Ghulam

Nadia Ghulam habla con calma y despacio. No necesita levantar la voz para que uno entienda de dónde viene: de un país donde a los 11 años tuvo que hacerse pasar por hombre utilizando la ropa de su hermano muerto para poder cruzar la calle, comprar pan o trabajar sin ser asesinada. Es desde ahí -desde ese pasado que nunca se termina de cerrar- desde donde ha construido Ponts per la Pau, la asociación que fundó en Cataluña para que otras mujeres no tengan que vivir escondidas en un régimen que ha borrado a la mitad de su población del espacio público.

La Nadia de hoy tiene 39 años, vive en Badalona, habla cuatro idiomas, es educadora social y dirige su propia asociación. Pero sigue habitando dos países a la vez.

Su organización nació de su propia experiencia. De lo que le sirvió y de lo que le dañó cuando ella misma llegó a España sin papeles y hasta sin idioma. “Nació de todo lo que aprendí cuando yo era beneficiaria”, explica en conversación con este periódico. “Vi qué cosas me empoderaron y cuáles me victimizaron, y por eso decidí fundar una organización que trabaja por la dignidad de las mujeres”. Su objetivo es tan concreto como ambicioso: “A través de formación y educación podemos hacer un puente hacia la independencia”.

Un país encerrado y una red clandestina

Ponts per la Pau actúa donde casi nadie puede hacerlo. En Afganistán, sus proyectos se mueven en silencio, escondidos entre normas que castigan a las mujeres por aprender, reunirse o incluso cobrar un salario. “Las mujeres pierden cada día más derechos. Están en una situación de desesperación. Están muertas en vida”, advierte. Sus palabras describen con exactitud la atmósfera de un país que Nadia conoce bien, donde las niñas han sido expulsadas de las escuelas y donde el encierro femenino está regulado por ley.

Aun así, su asociación trabaja con más de 1.000 mujeres en cinco provincias. Lo hacen de forma discreta, en talleres que cumplen las restricciones impuestas por los talibanes y que, aun así, abren pequeñas grietas. “Trabajamos por su educación e intentamos ayudarles a emprender”, cuenta. En Afganistán, la costura es una de las pocas actividades permitidas. Por eso impulsan talleres textiles que funcionan como refugio y como economía mínima de supervivencia. “Gracias a estos talleres ellas pueden ganar algo de dinero y relacionarse con otras mujeres”, resume Nadia, consciente de que, aunque no es suficiente, es la única puerta entreabierta para ejercer resistencia.

La clandestinidad tiene un precio. “Es muy complicado comunicarse con las mujeres y mandarles dinero”, explica. Y añade algo que no quiere adornar: “Allí ayudarlas es un crimen”. En sus equipos conviven hombres que arriesgan su seguridad para protegerlas con otros que informan al Gobierno. Esa fragilidad atraviesa todos los proyectos.

La educación como brújula

En un país donde el futuro está prohibido para la mitad de la población, hablar de educación puede parecer un lujo. Pero para Nadia es la raíz de todo. “Muchas me preguntan para qué sirve estudiar si no pueden trabajar”, cuenta. Aun así insiste: “La educación es fundamental. Si tienes educación, tienes otra visión del mundo. La educación son los ojos de las personas”.

La suya es una historia construida precisamente a contracorriente de esa lógica. Durante años, cuando vivía disfrazada de hombre, pedía a los niños ver sus libros a escondidas. Lo hacía mientras trabajaba en el campo, con las manos llenas de polvo y el miedo constante a ser descubierta. “Un día voy a tener mis propios libros”, solía decirles. Hoy es escritora.

Un puente de Badalona a Afganistán

Su vida en Cataluña no empezó con facilidad. Pasó tres años sin papeles, cinco sin permiso de trabajo y diecisiete sin nacionalidad. Entre todo eso, encontró a sus padres de acogida y a los profesores que la dejaron entrar en clase aunque la burocracia dijera lo contrario. De esa experiencia nació otra línea de trabajo de Ponts per la Pau: acompañar a quienes llegan a Badalona desde cualquier país, no solo Afganistán. “Procuramos que aprendan idiomas y participen en la ciudad”, explica orgullosa a este periódico.

Pero su mirada vuelve siempre a Kabul. A las calles que dejó atrás. A las niñas que hoy viven lo que ella vivió hace treinta años. “Mil mujeres están ahora mismo en nuestros programas”, explica. “Es su pequeña esperanza. Su única luz”.

Una esperanza que se resiste a desaparecer

Hablar del futuro en Afganistán es arriesgarse a que todo cambie en un instante. Aun así, Nadia sostiene un sueño que repite constantemente: escuelas reabiertas y universidades llenas. “Mi esperanza es que un día las escuelas y universidades se puedan abrir también a las mujeres”, dice. Solo entonces, añade, será posible trabajar por la paz. “En estas circunstancias, la gente sufre por hambre, por represión… y así no se puede establecer la paz como prioridad”.

“Ponts per la Pau es una pequeña luz dentro de la oscuridad del régimen”, termina diciendo en esta entrevista, que a regañadientes concede, y que termina por convertirse en toda una declaración de resistencia.