Reino Unido

La incómoda cosificación de Kate Middleton

Su vuelta estaba inicialmente prevista desde esta semana, pero lo que domina es el perturbador silencio de un acto de contrición colectiva

Kate Middleton, el día que anunció que padecía cáncer

Kate Middleton, el día que anunció que padecía cáncer Archivo

La cosificación de la princesa de Gales en 2024 ofrece uno de los objetos de estudio más útiles para comprender el frágil equilibrio entre la obsesión contemporánea con las celebridades, un sentido irreal de pertenencia sobre el cuerpo de la mujer y la intrusión en territorios intrínsecamente privados. El 22 de marzo, la persona más fotografiada del planeta, un desdichado título heredado de la suegra que nunca llegó a conocer, relegó su elaborado perfil público, el de una efigie perennemente impoluta, cuya función fundamental ha sido reducida a aparecer, a ser vista, para confesar ante una audiencia de miles de millones que padecía cáncer.

El gesto ha sido interpretado reiteradamente como un acto de empoderamiento por parte de uno de los rostros más reconocibles del planeta. En la semiótica de la monarquía británica, Kate Middleton es, ante todo, una imagen, el lienzo sobre el que la Casa Real quiere proyectar las aspiraciones e inquietudes de la sociedad que, como institución, está obligada a reflejar.

Pero la lectura de que su anuncio simple, directo y sin artificios devolvía a la princesa el control sobre la narrativa contiene una incómoda paradoja, extensible a otras mujeres que han pasado por la jaula de oro a la que aboca ser parte del clan Windsor: la inevitabilidad de que piezas clave de la arquitectura constitucional, aunque sea exclusivamente por su valor de representación, sean convertidas en una lucrativa divisa del contrato social.

“¿Dónde está Kate?”

Los medios británicos citan fuentes próximas a Kate Middleton cuando aseguran que fue la propia princesa quien decidió el formato, con ella como única portavoz y una apariencia ostensiblemente alejada del glamour que suele ofrecer en cada acto público. Sin embargo, entender el genuino alcance del mensaje es imposible sin reparar en la antesala de semanas de frenesí en torno a su supuesta desaparición, la eclosión de hashtags injustificados como “¿dónde está Kate?”, cuando se sabía que en su residencia de Windsor; las descabelladas intrigas precipitadas en internet y la evidente incapacidad de los mandarines de palacio de gestionar una crisis de comunicación bajo los cánones del siglo XXI.

En última instancia, solo la apertura en canal por parte de una mujer que, más allá de su apariencia, siempre ha sido un enigma, contuvo la deriva. Muchos apenas habían oído su voz anteriormente y el impacto de su testimonio sobre la conciencia colectiva ha dado paso a un silencio perturbador, casi tan notorio como el ruido anterior. La irracional percepción de que, de alguna manera, el físico de Middleton pertenecía a los británicos, el infundado derecho no solo a ver, sino a saber reivindicado por las redes y un manual palaciego anacrónico para la era digital se confabularon para mostrar que, incluso en 2024, el cuerpo de una mujer sigue siendo objeto de debate y de posesión.

“Espacio, tiempo y privacidad”

La tregua actual equivale a un acto de contrición comunal, si bien resulta improbable que este ataque global de conciencia reformule el patrón de roles que, aún con el silencio permanente que marca la institución, la cultura popular otorga a las mujeres de la Casa Windsor. Esta misma semana, llega la primera prueba para la súplica de “espacio, tiempo y privacidad” rogada por la princesa: en un universo paralelo, el fin de las vacaciones escolares de Semana Santa debería marcar, teóricamente, el reinicio de su vida pública. En las actuales circunstancias, por el contrario, incluso tras la vuelta de sus tres hijos al colegio, su agenda oficial se mantendrá vacía.

La cacofonía ha amainado, pero el canon anterior estará irremediablemente preparado para la reincorporación de Kate Middleton, así como para cualquier mujer que se integre en la maquinaria de ‘La Firma’ (The Firm, en inglés), como el marido de Isabel II, el duque de Edimburgo, solía llamar a la institución. A cada una se le adjudica, probablemente a su pesar, un papel unidimensional, como también han podido comprobar desde la actual reina Camila, durante muchos años, “la otra”, dada su relación extra matrimonial con su ahora marido, Carlos III; hasta Meghan Markle, esposa del príncipe Enrique, “la villana”, dada la distancia entre los hijos de Diana de Gales desde que la ex actriz apareciese en escena.

Perseguida por paparazzi

La propia Kate Middleton aprendió la lección antes de formar oficialmente parte del clan con su boda con el hoy heredero al trono. Perseguida durante años por paparazzi que aspiraban a captarla en un paso en falso, aplicó desde el principio el eterno mantra de la casa: “Nunca te quejes, nunca expliques nada”; y desde que en 2011 saliese de la Abadía de Westminster como esposa de Guillermo, ha presenciado con estoico silencio cómo su cuerpo pasaba a ser del dominio público: su delgadez, sus difíciles embarazos, la especulación sobre cómo se recuperaría del parto, el largo de sus faldas, la exposición de sus hombros, si se ha retocado el rostro… convirtiendo cada centímetro de su anatomía en propiedad ajena.

Este arbitrario sentido de posesión fue, en parte, responsable del delirio en las semanas previas a conocerse su diagnóstico y, pese a la calma actual, los términos del contrato entre monarquía y ciudadanía mantienen la cláusula no escrita de que el contribuyente financia a la Casa Real, a cambio de visibilidad. Pero cuando este principio consuetudinario acaba generando una idea de posesión, que desdibuja los límites sobre los derechos de cada una de las partes, las mujeres tienden a pagar un peaje mayor, como previsiblemente seguirá demostrando el caso práctico en el que se ha convertido la imagen pública de Kate Middleton.

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