Opinión

Amor de Occidente

Cristina López Barrios
Actualizado: h
FacebookXLinkedInWhatsApp

Si alguna historia me marcó en mi adolescencia fue la de Cathy y Heatcliff en la novela de Emily Bronte: Cumbres Borrascosas. Me gustaba sobre todo la parte de cuando son niños y pasean entre los brezos que se mecen bajo el viento inclemente. Las rocas picudas de un lugar atávico. Porque todo cuanto rodea su historia, desde el nombre de la casa hasta el clima en el que se hallan inmersos, nos conduce a la pasión malsana que el imaginario occidental asocia al amor desde el mito de Tristán e Isolda. El amor filtro que desencadena la tragedia y que tanto daño nos ha hecho con esa idea errónea de que el amor es sufrimiento y cuanto más te hacen sufrir o sufres por él, más te quieren. Una tarda en descubrirlo después de haber consumido y escrito no pocas páginas. Y de haberlas vivido bajo el tamiz de su sombra. Me acuerdo de un viaje a Irlanda, con mi marido, en pleno otoño, de una carretera solitaria entre páramos azotados por el viento; y el brezo, sí, el brezo de Cathy y Heatcliff ondeando como una bandera de la pasión, de aquella que es posesiva y se aferra a lo que sea para sobrevivir. Una lluvia que no cesaba. Nos bajamos del coche y nos quedamos extasiados contemplando esa belleza salvajada, antigua, que no razona solo siente y que de alguna forma conecta la vida con la muerte, con lo que somos en realidad, principio y fin. Grabamos un vídeo y yo se lo envié a mi madre para compartir con ella ese momento místico, pues juntas habíamos visto la película de Merle Oberon y Laurence Olivier encarnando a los amantes. La respuesta de ella no se hizo esperar, escueta, amorosa, madura su voz y su cariño: “Cuánto lo siento, hija, vaya tiempo de perros. Métete en el coche no te vayas a resfriar”. Pura practicidad, puro amor. Ese amor que es el cuidado. Te quiero y no quiero que sufras.

¿La vida imita al arte o el arte imita a la vida? se preguntaba Oscar Wilde en su satírico ensayo El elogio de la mentira. Recuerdo leer que en Alemania prohibieron la famosa obra de Goethe: Las desventuras del joven Werther porque había suicidios en nombre de la desgracia amorosa. A veces vivimos la vida como si fuera ficción, la ficción que nutre la cultura y la cultura que nos nutre a nosotros. Como si fuéramos personajes de una novela romántica, moldeados por esa mímesis que ya definió Aristóteles en su Poética: la tragedia como imitación de la vida o quizá la vida como imitación de la tragedia. Y es que ese amor doliente con el que nos han nutrido en los mitos de la pasión, forma parte ya de nuestro inconsciente colectivo e influye no pocas veces en nuestra conducta.

Véase en los amores de verano, parecen más benévolos, aunque algunos marcan a fuego. Llegan, arden y se van antes de que la rutina los pueda marchitar. El amantis por naturaleza, ese que se alimenta de lo intenso, suele desconfiar de ellos: la fugacidad es un arte que cuesta aprender. Pero quizá ahí esté la lección: en aceptar que lo eterno, cuando se vive para siempre, pierde su sentido.

¿De dónde nos viene esa pulsión por lo que nos hiere? ¿Ese gusto por el desasosiego amoroso? ¿Será que los fuegos artificiales del principio de todo amor, esos tan propios del verano, son pura adicción anfetamínica? ¿Qué secreto de nuestra existencia, de nuestro espíritu, de nuestra historia cultural encierra?

TAGS DE ESTA NOTICIA