A veces, en los viajes, recopilo ventanas. Luego, a la vuelta, repaso la galería de fotos del móvil y me sorprendo a mí misma. He capturado tantas que se me olvida inmortalizar a los amigos, las comidas o el monumento de turno.
La gente almacena todo tipo de cosas, pero yo querría tener varios álbumes repletos de fachadas. Por ejemplo, las de Oporto. Son mis favoritas. Destacan enmarcadas por azulejos o por coloridas paredes desconchadas. Algunas están surcadas por artísticas filigranas azules. En mis paseos por sus estrechas y empinadas rúas siempre miro hacia arriba pendiente de su decadencia. Me envuelve la saudade.
También me maravillan las vanguardistas de Rotterdam, las cristaleras de Chicago o las clásicas parisienses. Por trabajo pude ver las de la colmena urbana de la Ciudadela en Montevideo y me faltan las de las islas griegas, esas de contraventanas de madera azul turquesa. Aunque no hace falta irse tan lejos. Hay en el Levante, en la cala del Portitxol (Jávea). Muchas personas aprovechan para hacerse allí la típica foto de Instagram.
De todas formas, no necesito mucho para quedarme embobada. Me basta con contemplar una de PVC que hay en mi barrio porque le han puesto una cortina de puntillas bien recargada. También soy feliz si me choco, de pronto, con una roñosa. El colmo es una con reja oscura y geranios rojos.
En el libro Windows of the world, el fotógrafo André Vicente Gonçalves ha tratado de demostrar que las ventanas son algo más que los ojos de una casa. Para él son la historia de una ciudad. Algo de eso hay. Tienen un doble encanto. Se abren al espectáculo, al ruido del tráfico, al aire que entra cada mañana cuando ventilas… Se cierran de noche, protectoras, ante las inclemencias del tiempo. Desde el exterior te puedes imaginar que late una existencia tan pobre como majestuosa. Tras ellas sabes que siempre puedes desaparecer al echar la persiana.
Algunas guardan secretos y otras sabes perfectamente lo que esconden. Todos tenemos un lado voyeur y, sin duda, dan para tejer más de un relato. En eso me entretengo, con las del edificio que tengo enfrente. Una casa permanece todas las noches iluminada hasta tarde. En ella hay un hombre que se pasea y fuma cada media hora. ¿Cuál será su tormento? Seguro que sólo es insomne pero, por si acaso, bajo los ojos cuando me lo cruzo por la calle. Además, tengo a una vecina a la que observo concentrada, con el flexo encendido trabajando a todas horas. Me llamaba mucho la atención durante el confinamiento. En las lunas de su balcón se proyectaba el reflejo de una palmera. Era inmensa, verde y se mecía con el viento. Así, en aquellos días tan duros, me transportaba a un país lejano.
Charles Baudelaire tenía como yo un poquito de obsesión por el mismo tema. En El esplín de París escribió que “no hay objeto más profundo, más misterioso, más fecundo, más tenebroso y más deslumbrante que una ventana tenuemente iluminada por una vela. Lo que la luz del sol nos muestra siempre es menos interesante que cuanto acontece tras unos cristales. En ese agujero negro o luminoso vive la vida, sueña la vida, sufre la vida”.
Él también se inventaba lo que sucedía en los interiores y decía que se acostaba “orgulloso de haber padecido en la piel de otros”. No le parecía que las ventanas fueran un simple elemento arquitectónico o decorativo. Eran un reflejo de la condición humana y representaban la belleza y la evasión. Por esa razón las colecciono.
Hay ventanas que son luz porque desde ellas se observa el cielo. Hay ventanas que son compañía porque permiten a los ancianos contemplar el ajetreo de la calle y sentir por un instante que participan. Hay ventanas que representan la aventura para los niños que se asoman. Hay ventanas que son esperanza para los enfermos porque desde el hospital atisban la rutina de fuera y piensan en su salida. Hay ventanas que son espejo porque en ellas percibes los rasgos de tu rostro difuminados. No hay arrugas ni imperfecciones, sólo un contorno que muestra a la persona que te gustaría ser.



