Opinión

Ayax vs. Fallarás: un juicio al derecho a contar

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El enfrentamiento entre Cristina Fallarás y el rapero Ayax, en que él la demanda por presunta vulneración del derecho al honor tras que ella publicara un relato de agresión sexual —sin nombrar a nadie—, no es un simple proceso judicial; es un episodio que interpela directamente hasta qué punto puede silenciarse la voz de las víctimas. Fallarás sostiene que su forma de actuar busca articular una “memoria colectiva” de experiencias que el sistema institucional suele censurar o invisibilizar. Ella advierte que los cauces para contar la verdad de las mujeres no pueden limitarse al ámbito judicial, pues muchas mujeres que acuden a los tribunales no encuentran credibilidad ni protección. Al iniciar el trámite de conciliación previa a la querella, surge una pregunta urgente: ¿se convertirá este caso en un precedente para amordazar quienes difunden testimonios anónimos de violencia de género?

Desde la estrategia jurídica y mediática del demandante, algunos señalaban el riesgo de que el proceso actúe como SLAPP (demandas estratégicas para silenciar la participación pública). En paralelo, Fallarás vuelve a a ser centro de campañas de acoso y amenazas espeluznantes: mensajes violentos, insinuaciones de violación dirigidas contra ella e incluso amenazas de muerte. Si el Estado de derecho permite que el derecho al honor sobresalga sobre la posibilidad de narrar las experiencias de violencia, estaremos erigiendo una barrera para que muchas mujeres cuenten.

La periodista y escritora, Cristina Fallarás
KiloyCuarto

Este conflicto no ocurre de forma aislada: responde también a un contexto social inquietante. Según datos de los Mossos d’Esquadra, el 25% de los chicos jóvenes catalanes niega la existencia de la violencia machista, frente al 13 % de las chicas. Esto es perfectamente extrapolable a toda España. En solo cuatro años, el negacionismo entre los chicos se ha duplicado. Este retroceso cultural pone en tensión los avances del feminismo: si las nuevas generaciones relativizan el problema, toda denuncia pública corre el riesgo de ser desacreditada.

Asimismo, las estadísticas institucionales revelan una escalada preocupante de los incumplimientos de las medidas de protección contra agresores. En Cataluña, las denuncias por violencia de género han aumentado un 10 %, y las infracciones por incumplir órdenes de alejamiento han subido un 17 % en un solo año. En Gerona, el incremento es del 29 %. Todos estos datos provienen del Departament d’Interior de la Generalitat. Es decir: aunque la maquinaria judicial se activa con más frecuencia, su efectividad se ve socavada por quienes desobedecen sus órdenes.

En este escenario, el caso Fallarás-Ayax adquiere mayor densidad simbólica. No se trata solo de ajustar cuentas personales: está en juego el modelo de cómo las sociedades permiten hablar a las víctimas. Si una periodista puede verse acusada por dar voz (incluso anónima) a un testimonio de violencia sexual, muchas otras voces quedarán amedrentadas. Y si, en paralelo, los jóvenes relativizan esa violencia, el espacio público para denunciar se estrecha.

La lógica sería la contraria: proteger y garantizar esos cauces alternativos de denuncia —redes, medios, plataformas— como instrumentos legítimos de verdad, memoria, justicia social y reparación simbólica. La decisión que adopten los tribunales en este caso podrá marcar un antes y un después: si se permite que prevalezca el derecho al honor sobre el relato colectivo, se corre el riesgo de que muchas mujeres asuman el silencio como única opción segura. Pero si se reafirma que escuchar esos relatos no es delito, se estará defendiendo el derecho de las víctimas a que no se les siga negando el relato de su propia existencia.

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