Opinión

Cataluña no está ocupada. Tu puesto, quizá sí

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Hay veces en las que una entrevista sirve para retratar a alguien mejor que cualquier campaña electoral. La de Silvia Orriols, alcaldesa de Ripoll, con Antonio Naranjo, fue uno de esos momentos. No por lo que dijo —que no aportó nada nuevo—, sino por lo que se negó a hacer: hablar en castellano cuando se lo pidieron en un medio nacional. Su justificación: que su “nación está ocupada por el Estado español” y se les ha impuesto la lengua.

A partir de ahí, todo lo demás sobra. No estamos ante una defensora de la identidad catalana, sino ante alguien que considera que hablar español es colaborar con el enemigo. Como si dar una entrevista en la lengua oficial del Estado, que también es la suya, fuera un acto de rendición. Como si su función como representante pública fuera secundaria frente a su papel autoproclamado de “resistencia”.

Su negativa no fue un gesto de libertad. Fue un gesto de desprecio. Porque cuando ocupas un cargo institucional, hablar para que te entiendan no es una concesión: es tu responsabilidad. Negarte a hacerlo —además con una sonrisa condescendiente— no es firmeza, es arrogancia. Es despreciar a una gran parte del país, que también paga tu sueldo, por cierto.

Y que nadie se engañe: esto no va de lenguas, va de actitud. Va de una forma de hacer política que no busca sumar, sino provocar. Que no intenta representar, sino señalar enemigos. Que no aspira a gobernar, sino a dividir. Orriols no busca convencer, busca tensionar. Da igual si no la entiende más de media España: su objetivo no es hacerse entender, es marcar territorio.

Lo peor es que este discurso no vive aislado. Está alimentado por un silencio cobarde de quienes, desde otras instituciones, prefieren no meterse en líos. O por quienes aplauden este victimismo performativo.

Resulta ridículo —por no decir directamente ofensivo— que Silvia Orriols hable de “ocupación” cuando Cataluña es una de las regiones con mayor autogobierno de toda Europa. Tiene un Parlament elegido por los catalanes, un Govern que gestiona competencias clave como educación, sanidad, cultura o medios de comunicación, y hasta una policía autonómica. ¿Dónde está exactamente la opresión? ¿En poder legislar en el Parlament? ¿En que los colegios públicos den clase casi exclusivamente en catalán? ¿En recibir millones en subvenciones a medios y asociaciones que promueven precisamente su discurso? Si hay algo que desmonta su historia de “nación oprimida” es la existencia misma de las instituciones catalanas que ella usa cada día para hacer política, cobrar su sueldo público y propagar su mensaje delirante.

Y mientras tanto, lo evidente se difumina: que una representante política que no se digna a hablar en la lengua común de su país no está siendo valiente, está siendo sectaria. Que usar tu cargo para lanzar mensajes de exclusión no es libertad, es fanatismo. Y que envolver el supremacismo en una estelada no lo convierte en legítimo.

Se puede amar el catalán sin despreciar el castellano. Se puede ser catalana sin fingir que se vive en un territorio ocupado. Se puede tener identidad sin convertirla en trinchera. Y, sobre todo, se puede ser alcaldesa sin comportarse como una activista radical que ha olvidado —o directamente desprecia— lo que significa el servicio público.

Porque no, señora Orriols, hablar español no le hace menos catalana. Pero su actitud, desde luego, la hace menos alcaldesa.

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