Hay una trampa intelectual —muy cómoda— en la forma en que hablamos de los abusos a mujeres: creemos que el problema radica en el cuestionamiento de ellas, en nuestra propia incredulidad, cuando en realidad hablamos de la jerarquización moral de los varones. No dudamos de todos los hombres por igual, ni creemos a todas las mujeres con el mismo grado de dificultad o de simpatía. Lo que evaluamos, casi siempre de manera inconsciente, no es el hecho denunciado, sino el valor simbólico del acusado. No preguntamos qué pasó exactamente sino ¿quién es él para nosotros?”.
Si el hombre denunciado ocupa un lugar alto en la pirámide del prestigio —un político respetado, un intelectual admirado, un líder carismático, un figura histórica convertida en patrimonio emocional, un artista querido—, el relato del abuso entra automáticamente en un régimen de excepcionalidad. No se niega frontalmente, pero se suspende, se congela, se rodea de condiciones, de exigencias probatorias imposibles, apelaciones a la complejidad y llamadas a no “manchar” trayectorias. La incredulidad se transforma en protección preventiva.
Ahí es donde el sistema muestra su lógica perversa y real. No nos encontramos ante un fallo moral individual, sino ante un mecanismo colectivo de conservación: la reputación masculina funciona como un bien social que debemos preservar, incluso cuando hay indicios serios de daño. La denuncia no se recibe como un posible crimen, sino como una amenaza al relato que nos sostiene.
Por eso el contraste es tan brutal cuando el acusado pertenece al bando opuesto, al enemigo ideológico, al hombre ya marcado como abusivo, tosco o prescindible. Entonces no hay suspensión ni espera. La condena es inmediata, incluso ansiosa. No tiene nada que ver con la sensibilidad hacia las víctimas, sino porque la caída de ese hombre no conlleva un coste simbólico para nosotros. Al contrario, refuerza nuestra superioridad moral.
Esto explica por qué el debate público sobre abusos no avanza: en realidad, no gira en torno al daño causado, sino alrededor de a quién podemos permitirnos sacrificar.
El caso de Jeffrey Epstein, de las fotos que aparecen a diario, de las especulaciones, de los hombres que todos conocemos y con cuyas imágenes hemos crecido en en jacuzzis y rodeados de adolescentes no sólo resulta incómodo por la magnitud del horror, sino porque dejó al descubierto esta lógica con una obscenidad difícil de disimular. Durante años, Epstein fue tolerado no pese a lo que hacía, sino porque lo que hacía no interfería con los intereses de quienes importaban. Las víctimas —chicas jóvenes, vulnerables, con nulo capital social— no competían en la balanza. No tenían peso. No tenían rostro público. Carecían de relato.
Pero sería un error tranquilizador pensar que este mecanismo solo opera en los márgenes del poder global. Funciona igual cuando hablamos de figuras históricas intocables, líderes políticos convertidos en iconos, hombres cuya biografía ha sido pulida hasta convertirse en símbolo. Cuando se menciona la posibilidad de abusos en ese contexto, la reacción no es evaluar la denuncia, sino defender el mito. Admitirlo implicaría aceptar que el sistema premió y protegió a alguien que no lo merecía.
Ahí es donde la figura de Adolfo Suárez —por poner un ejemplo delicado, casi sacrílego— ilustra bien el problema, más allá de que existan o no acusaciones concretas, de la defensa de su honor y de la presunción de inocencia. Escojan, si lo prefieren, su figura de referencia preferida, privada o pública. Por desgracia, sobran los ejemplos: no se trata de él, ni de ellos, sino de lo que representan. Hay hombres a los que no se les aplica el mismo marco de análisis moral que a otros, porque hacerlo supondría desestabilizar un consenso emocional. Y el consenso, en nuestra cultura política, vale más que las mujeres anónimas.
Esto explica también por qué las víctimas quedan fuera del centro del debate. No son el sujeto moral de la historia, sino el elemento disruptivo. El ruido. El factor incómodo que obliga a elegir entre creerlas o conservar la imagen del hombre. Casi siempre se elige lo segundo, aunque se haga con lenguaje compasivo y con gestos de preocupación.
Por qué habló ahora, por qué no antes, por qué no denunció mejor, por qué no encaja del todo. No se busca comprender el trauma; se busca rebajar su potencia política. El abuso sexual, en este marco, no supone un crimen contra una persona concreta; se convierte en un problema de gestión reputacional. Y mientras siga siendo así, fingiremos debates éticos cuando en realidad administramos jerarquías de poder.
La pregunta incómoda no es si creemos a las mujeres. La pregunta es a qué hombres estamos dispuestos a castigar. Mientras la respuesta dependa de su utilidad simbólica, de su pertenencia a “los nuestros” o de lo mucho que nos gusten, las víctimas seguirán siendo secundarias. El sistema está diseñado para que importen menos, y eso no es un fallo puntual, sino una estructura transversal.
Y mientras tanto, mientras el debate de quienes tenemos tiempo y aire gira en torno a la credibilidad, mientras revisamos qué consideran abuso las diferentes generaciones y sensibilidades, ayer dos mujeres más aparecieron asesinadas. Por si necesitamos una bofetada, otra más, de urgencia y de realidad.



