Ya he escrito muchas veces, por aquí, por allá y por acullá, que una de mis opciones fundamentales en el ocio después del cine –el cine es algo más que ocio-, los torreznos y las cartas-panegírico de Pedro Sánchez, la encuentro en la magia. Para mí, este arte tan viejo como nuestro amanecer, es el árbol del que cuelgan el resto de las disciplinas que tienen que ver con la capacidad de fascinación, pero que además tiene algo único, primigenio y que es la cercanía a lo orgánico, al centro de la maravilla, que no te da ninguno de sus esquejes. Vamos, que me encanta.
Hace unos días volví a ir a un espectáculo de magia en la Sala Houdini, que es como la Bombonera de los magos. Hacía tiempo que mis líderes de opinión en los asuntos de la magia me levaban hablando del Mago Jaque. Y no me decepcionó, salvo por una cosa, que poco tiene que ver con la magia. Si alguna vez habéis estado en la Sala Houdini sabréis que su lisérgico interiorismo es un auténtico espectáculo, por indescriptible, para los amantes de la magia y para los amantes del horror vacui. No hay ningún espacio en Madrid que te transporte de esa manera al mundo del ilusionismo que sus cuatro pequeñas salas, perfectamente estructuradas y diseñadas para disfrutar del género más ortodoxo y que más me gusta: la magia de cerca, la llamada micromagia, especialmente si es con cartas, barajas y todo lo relacionado con lo más atómico, por esencial, de los magos. Como en casi todo lo bello, hay varias corrientes de pensamiento que, a veces, se atizan entre ellas; en la prestidigitación tenemos a los representantes de la cultura pop que hacen desaparecer cosas enormes como aviones, adivinar cosas de la mente o cruzar la Gran Muralla China: y luego están los de mi grupo, más ortodoxos y esenciales, que nos decantamos por el “estilo Tamariz”, que discípulos como el genio Jorge Blass han elevado a religión pagana. El Mago Jaque pertenece, por méritos propios, a este segundo grupo. Así las cosas, es obvio que no me decepcionó su combustión de agudeza, una labia que ya quisiera más de un académico de la RAE ahora que se están pegando entre ellos y los cervantinos y, sobre todo, un control y dominio de su arte, el de la micromagia, que repetía una y otra vez en distintos números, absolutamente magistral. Uno de mis acompañantes, eminencia en el sector, me dijo que le han nombrado hace poco como el segundo mejor mago del mundo. El primero no sé dónde estará, supongo que habrá desaparecido y aparecerá cuando le apetezca.
El caso es que, en un momento dado del show, en una sala con unas 40 o 50 personas, se dirigió a mí y a mis acompañantes diciéndonos “a ver los viejos que están ahí, que elijan una carta”.
Ahí la cagó completamente.
En realidad, ya la había cagado un poco antes, al menos conmigo, cuando me preguntó mi nombre y le dije que me llamaba Ignacio. Empezó a llamarme Nacho y, al tercer o cuarto “Nacho”, me preguntó que cómo me gustaba que me llamaran. “Ignacio”, le dije. Pero no debí de ser lo suficientemente claro. Aunque llevo casi treinta años viviendo en Madrid, estoy más que acostumbrado a que guillotinen tanto mi nombre como mi apellido como si fuera un rey francés. Cada vez que pasan, con abulia sostenida, a cercenar mi bonito Ruiz de Gauna por el pan sin sal “Ruiz”, se muere un gato de mis antepasados. Y que me llamen Nacho, como si yo fuera una patata, pues tampoco me hace gracia. Pero en lugar de pasarme del listo y de pedante y recordarle a ese mago mesetario que Ignacio es un nombre vasco y que viene de Ignacio de Loyola, que a ver si lo iba a resucitar, al santo digo, en mitad de su show y le iba a meter un sablazo, me callé y le seguí la gracia.
Y ahí claro, su magisterio le redimió del insulto a mis antepasados alaveses.

El truco consistía en que yo tenía que mezclar una baraja invisible y seleccionar una carta, inventada claro: escogí el tres de corazones, como podría haber elegido cualquier otra. El caso es que dije el número en alto y va el tío y acto seguido saca del bolsillo una baraja, nuevecita y de verdad, le quita el retractilado, la abre como un abanico y resulta que el tres de corazones era el único que estaba dado la vuelta. Vamos, la típica chorrada que puede hacer cualquiera. ¿Cómo lo hizo? Pues con magia, hombre. Todo el personal puesto en pie, aplaudiendo como en los toros cuando se retira Morante, rendidos ante su ingenio y va el tío y suelta: “Bueno ¿Qué? ¿Os ha gustado a los viejos de arriba?”.
Y eso sí que no me gustó nada.
Quizá el mago Jaque, como buen ilusionista, pueda domeñar la realidad o el tiempo a su antojo y sea capaz viajar en él y trasladarse de un lado a otro, incluso si lo que quiere es ser inmortal, como Arcadi Espada. Pero yo no, y confieso que ese tema lo llevo realmente mal y, ahí sí, soy del equipo de Woody Allen, por cierto, otro gran aficionado a la magia, al que una vez le preguntaron su opinión sobre la muerte y dijo que estaba “totalmente en contra de ella”.
A ver si en tu próximo espectáculo nos haces inmortales, querido Mago Jaque.




