Hoy, Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, toca hablar de relato. No de la tercera acepción de la palabra según la Real Academia Española que, ahora, también señalan de forma indigna los adláteres de Sánchez — “reconstrucción discursiva de ciertos acontecimientos interpretados en favor de una ideología o de un movimiento político”— ni de la segunda —“narración, cuento”—, sino de la primera; centrémonos en la definición más genuina y poderosa de relato recogida en el diccionario: “Conocimiento que se da, generalmente detallado, de un hecho”. Y los hechos nos remueven, nos laceran, nos espantan y, sobre todo, nos apelan cuando quienes nos los ofrecen son las mujeres víctimas de agresores machistas; esas mujeres que viven bajo la sombra negra y el aliento ponzoñoso de bestias camufladas en el paisaje de la cotidianeidad: en la oficina, en el bar de la esquina, en el mercado, en el parque, en el gimnasio o en el centro de salud. Que están ahí. Que se transmutan en salvajes cuando nadie los ve.

Es irrenunciable, imprescindible, reivindicar hoy 25 de noviembre, —y todos y cada uno de los días del año— que el relato de las víctimas de violencia machista es necesario, urgente. La verdad desnuda y sangrante, sin matices ni resquicio para justificaciones. Por convicción absoluta, y ahora como responsable de las políticas de Igualdad en el Partido Popular, llevo semanas recorriendo España: para estar junto a las víctimas y, sobre todo, para que sientan cerca un compromiso cierto; para que sepan que las instituciones no fallan cuando la gestión es responsable. Que hay políticos que sí las defienden.
Han sido muchas reuniones con ellas y con quienes las asisten y acompañan: jueces, letrados, mediadoras, psicólogas. En Murcia, en Ávila, en Barcelona, en Castellón, en Madrid, en León, en Córdoba, en Sevilla… Y seguimos. Nadie nos va a detener en esta lucha.
Conozco la violencia machista de cerca, demasiado cerca; y he visto como mujeres fuertes y valiosas o justificaban por miedo o callaban por vergüenza. Aún me duele. Este mes de noviembre he vivido un recorrido de escucha y aprendizaje. He conocido cómo, de verdad, se sienten hoy las mujeres víctimas de malos tratos en España: más vulnerables que nunca antes y completamente abandonadas por un Gobierno incapaz, indigno y mentiroso. Un Gobierno que ha preferido engañar y protegerse a sí mismo antes que proteger sus vidas. Que ha escondido debajo de la alfombra durante meses el aluvión de fallos y disfunciones en el sistema de las pulseras de control de sus agresores. Que en esto —como en todo— se aferra al relato en la tercera de las acepciones de la RAE, la de la reconstrucción discursiva en favor de intereses políticos. La de la manipulación y la propaganda.

Relato contra relato, la verdad de las mujeres maltratadas se abre paso, imparable, frente al cinismo espurio de un Gobierno sin vergüenza y sin crédito alguno para dirigirse a ellas. El feminismo de pancarta de este socialismo de mentirosos se desvanece, se diluye, se evapora a medida que vamos conociendo que la integridad de las mujeres no les importa, como no les preocupa que Pedro Sánchez tenga predilección por rodearse de puteros y acosadores.
La causa de las mujeres no es su causa. Ahora sabemos que su feminismo jamás existió.



