El fracaso de un sistema se manifiesta a menudo en sus silencios: en una alerta que no suena, en un dato que desaparece, en un archivo vacío o extraviado en el juzgado. Las pulseras telemáticas contra el maltrato, convertidas durante años en símbolo de seguridad para las víctimas de violencia de género, han pasado de ser presentadas como un ejemplo de innovación tecnológica a situarse en el centro de una tormenta política, judicial y social. Desde marzo de este año —y con antecedentes que se remontan a 2020— han emergido fallos técnicos, adjudicaciones opacas, dudas sobre la calidad de los dispositivos y, lo más grave, la sensación de que miles de mujeres han vagado en un limbo de desprotección.
España presume de haber sido pionera en 2009 al implantar estos dispositivos. El agresor lleva la pulsera, la víctima recibe un móvil: si él traspasa el perímetro de seguridad, salta la alarma y se activa el protocolo. En la práctica, este esquema ha servido de escudo a decenas de miles de mujeres; también se ha convertido en un negocio de contratos millonarios, adjudicados a grandes compañías, donde lo que debería ser una herramienta de vida o muerte se ha tratado como una partida más en un concurso público.

El último cambio de proveedor, en 2024, fue el detonante de la crisis que ahora nos salpica. En la migración de datos entre Telefónica y la nueva UTE de Vodafone y Securitas se perdió el acceso a la información de geolocalización anterior a marzo. Esa brecha documental provocó que numerosos juicios quedaran descabezados: sin registros de movimientos, sin pruebas de quebrantamientos de órdenes de alejamiento ni base para sostener acusaciones. Hubo sobreseimientos, absoluciones y causas que se desplomaron. La Fiscalía reconoció el fallo; Igualdad ha sido, como es lógico, mucho más prudente.
A este desastre jurídico se añadió otro elemento perturbador: la sospecha de que los nuevos dispositivos eran idénticos a modelos baratos disponibles en AliExpress o Alibaba, adquiridos a precios ridículos de entre 16 y 21 euros. Sindicatos policiales, asociaciones judiciales y medios de comunicación mostraron las fotografías de pulseras idénticas a las que se podían comprar en línea, sin certificación, sin pruebas de resistencia, sensibles al agua, con correas fáciles de abrir y sistemas de alerta rudimentarios. Se trataba, en definitiva, de juguetes electrónicos destinados a la seguridad de estas mujeres y sus familias.
El Ministerio de Igualdad insiste en que los fallos afectan a un porcentaje mínimo de los casos, menos del 1%. Pero incluso si la cifra es cierta, la pregunta es otra: ¿resulta tolerable un fallo del 1% cuando hablamos de vidas humanas? ¿Qué implica para la mujer que denuncia que su agresor ha quebrantado la orden de alejamiento y recibe como respuesta un “no hay pruebas”? ¿Qué supone para el juez que archiva por falta de datos sabiendo que la pulsera debería haberlos registrado?
Conviene recordar que, en teoría, cuando la pulsera falla, la víctima no queda desamparada: se activan otros medios de protección, patrullas policiales, llamadas de seguimiento, recursos de urgencia. El sistema, nos dicen, es redundante. Pero cualquiera que haya hablado con las mujeres afectadas sabe que esa red es insuficiente, que los medios no sobran y a menudo no llegan, que la ansiedad de no saber si el dispositivo funciona es una tortura añadida. La promesa de seguridad se convierte en un recordatorio constante de su fragilidad, de la amenaza un enemigo que puede aparecer en cualquier lugar y que conoce de manera íntima sus debilidades y sus flaquezas.
La paradoja es cruel: cuanto más se insiste en que el sistema funciona, más se visibiliza su precariedad. Las víctimas han relatado cómo los dispositivos se quedaban congelados, cómo las alertas no sonaban, cómo ellas mismas tenían que gritar para que alguien las creyera. En algunos pueblos sin cobertura o en áreas rurales la pulsera sirve de poco más que un amuleto. Y los agresores lo saben.
No es la primera vez que las instituciones españolas se felicitan por avances pioneros que luego no se sostienen en la práctica. Las pulseras telemáticas recibieron en su momento premios de innovación, fueron presentadas como ejemplo europeo de buenas prácticas, aparecieron en los discursos oficiales como una muestra de compromiso con la igualdad. Hoy, opacado su brillo, lo que queda es la constatación de que la tecnología sin control, sin auditorías serias, sin supervisión, se queda en propaganda.
Lo más inquietante es la actitud con que se ha respondido a la polémica: minimizarla, achacarla a “incidencias puntuales”, asegurarnos que “todo está solucionado”. No hay nada mejor que esa actitud para que la confianza en el sistema se erosione y, con ella, la disposición de muchas víctimas a denunciar y a fiarse de que las instituciones las protegerán.
En los próximos meses sabremos hasta qué punto se depuran responsabilidades. El Parlamento ha pedido explicaciones, la oposición exige cabezas, los tribunales investigan. Pero las mujeres que optan a ese sistema no pueden esperar. La diferencia entre la vida y la muerte, o entre una cierta tranquilidad y el mido ya conocido depende de un pitido que suene a tiempo.
Y no perdamos de vista algo palpable y humillante: la pulsera que falla hable de las prioridades de un país entero. En una sociedad que mide todo por el dinero lo que muestran estas pulseras baratas es el desprecio contable por la vida de las mujeres. Nada resulta más obsceno que comprobar que esas vidas siguen teniendo un precio de saldo.
Si algo de lo que has leído te ha removido o sospechas que alguien de tu entorno puede estar en una relación de violencia puedes llamar al 016, el teléfono que atiende a las víctimas de todas las violencias machistas. Es gratuito, accesible para personas con discapacidad auditiva o de habla y atiende en 53 idiomas. No deja rastro en la factura, pero debes borrar la llamada del terminal telefónico. También puedes ponerte en contacto a través del correo o por WhatsApp en el número 600 000 016. No estás sola.