Opinión

Llorarlo todo y llorarlo bien

Cristina López Barrios
Actualizado: h
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Decía Antón Chéjov en su cuento El pabellón nº6 por boca de su personaje, el doctor Andréi Yefímich, que el sufrimiento suponía un camino de perfección para el hombre y que si se eliminara no tendrían sentido la religión y la filosofía donde hemos encontrado no solo consuelo, sino protección e incluso felicidad. Lo cierto es que la sociedad que describe el autor ruso es, en sus propias palabras, para horrorizarse a sí misma. El pabellón nº 6, resulta un espacio desolador por la miseria no solo higiénica si no humana, en la que tienen encerrados a los que denominan locos.  El cuento les aseguro que no tiene desperdicio y resulta de una actualidad —el hombre no pasa de moda— demoledora. Ese “se podría hacer algo” ante determinadas circunstancias, ante el dolor ajeno, pero la desidia moral y la pereza, por la que entran todos los males, condena al personaje y, no pocas veces, nos condena también a nosotros.

Años después, Aldous Huxley, —quizá leyó el cuento de Chéjov—en su novela Un mundo feliz, imaginaría una sociedad que consume de forma habitual una sustancia denominada soma, capaz de eliminar desde el mal de amores hasta la soledad o la ausencia. Y, efectivamente, era una sociedad sin religión, donde la Biblia aparece dentro de la caja fuerte del gurú del nuevo orden como una reliquia del pasado que no deja de causarle, por otro lado, una fascinación a tener en cuenta. El personaje de John el Salvaje supone no solo el contrapunto, sino el elemento que cuestiona una sociedad en la que no está bien visto sufrir. ¿Acaso es necesario?, se preguntan. El Salvaje aduce que lo que nos hace humanos es la poesía, la duda, la pasión, las calamidades, el llanto, el fracaso, el sufrimiento, en suma, y el goce, porque cuando conocemos los opuestos comprendemos el significado de las cosas. Los contrarios se definen: la luz se comprende mejor frente a la oscuridad. En este punto de la importancia del sufrimiento para definir nuestra humanidad, escucho a la psiquiatra y divulgadora Marián Rojas hablar de la adicción a la dopamina en nuestra sociedad: la adicción a las redes sociales, al móvil, a las nuevas tecnologías en general, que nos ofrecen una recompensa inmediata ante ciertos malestares. Como la simple frustración que produce, a veces, la escritura cuando se nos resiste. Y el móvil es el elemento perfecto para procrastinar. La recompensa inmediata. ¿Es posible que estas fugas sean el camino hacia el soma de Orwell? ¿Una pequeña dosis de sufrimiento fortalece el cerebro? ¿Lo prepara para afrontar una catástrofe mayor, una tragedia, una pérdida, un fracaso del que nadie está exento? Sufrir no es que nos haga humanos: es que los humanos, sin soma, sufrimos al igual que respiramos. Ya ven en que disertaciones me ha dejado inmersa el cuento de Chéjov esta semana, además, que estrenamos Papa.

Me viene de golpe a la memoria la película Memorias de África, donde recuerdo a Meryl Streep en el personaje de Karen Blixen. En un momento, dice sentarse a sufrir. ¿Lo han probado? Yo confieso que sí. Me siento en algún lugar apartado —hay sufrimientos que han de purgarse en soledad— y abro el torrente. No solo de llanto —“llorarlo todo y llorarlo bien”, decía Oliverio Girondo en un poema— sino de dejar que nos inunde la llaga, sin explicación. Aceptarla. Ya nos advertía Pascal: “toda la infelicidad de los hombres proviene de una sola cosa: no saber quedarse quietos en una habitación”.