He perdido la cuenta de las veces que escuché decir que los recortes eran “inevitables”. Que no había alternativa. Y así, con esa frase hueca, entre 2011 y 2018 el Gobierno de Mariano Rajoy ejecutó una de las oleadas de austeridad más duras que ha vivido la democracia española.
El rostro visible de esos recortes fue Cristóbal Montoro, ministro de Hacienda. Un hombre que hablaba con contundencia desde la tribuna del Congreso mientras aplicaba tijera a los pilares fundamentales del Estado del bienestar. Bajo su batuta, se ejecutaron recortes de más de 33.000 millones de euros en educación, se limitó drásticamente el acceso al sistema sanitario público, se instauró el impopular copago farmacéutico, se paralizó la aplicación efectiva de la Ley de Dependencia y se dejó a inmigrantes en situación irregular fuera del sistema de salud pública, salvo en casos de urgencias médicas.

Pero ahora, más de una década después de aquellos recortes profundamente traumáticos, esa misma figura política se encuentra en el centro de un auto judicial que le imputa un papel clave en una compleja trama de corrupción, urdida durante su etapa al frente del Ministerio de Hacienda.
Según el juez del Juzgado de Instrucción número 2 de Tarragona, Montoro habría ejercido un “rol nuclear” en una red que introdujo reformas legislativas ad hoc para beneficiar directamente a determinadas empresas —principalmente del lucrativo sector gasista—, a cambio de pagos presuntamente ilícitos canalizados hacia el despacho privado Equipo Económico, fundado por él mismo antes de ocupar el cargo.
El auto detalla que Montoro influenció en los nombramientos de altos cargos dentro de Hacienda con vínculos estrechos al despacho, lo que habría facilitado la redacción de leyes “a demanda” de esas empresas. Así, mientras el país entero sufría la canalización de recortes que afectaban a la mayoría social, desde su Ministerio se abrían puertas —opacas y paralelas— hacia intereses corporativos privados, en claro detrimento del erario público.
Una pieza central del sumario judicial es la rebaja fiscal de 2014 para las compañías de gases. El auto señala una correlación directa y clara entre los pagos de 779.705 euros efectuados por empresas como Air Liquide, Messer o Carburos Metálicos a Equipo Económico entre 2013 y 2015, y la posterior aprobación de reformas fiscales que beneficiaron a estas compañías.
Es más: según el informe de los Mossos d’Esquadra, adjuntado al sumario judicial, el propio organismo técnico de Hacienda alertó internamente de que la medida contradecía los criterios técnicos habituales y carecía de justificación económica sólida. Aun así, fue impuesta.
Además, el auto judicial apunta a un entramado sofisticado de 16 empresas instrumentales, interpuestas para actuar como pantalla fiscal y canalizar los fondos, desviados luego hacia inversiones inmobiliarias de alto valor o transferencias opacas al extranjero.
En total, el juez imputa a Montoro por presuntos delitos de cohecho, prevaricación, tráfico de influencias, fraude a la Administración, corrupción en los negocios y falsedad documental. En este grupo de 28 investigados figuran también altos cargos nombrados directamente durante su mandato, así como socios estrechamente vinculados al despacho implicado.
Montoro no ocultaba su ideología: defendía sin ambages un Estado más pequeño, más barato, más débil. Pero lo que ahora empezamos a ver es que, quizás, lo que realmente buscaba era un Estado más útil para ciertos intereses. La austeridad, más que una obligación impuesta, se convirtió en una herramienta política. Y ahora, también parece que pudo ser una oportunidad de negocio estructurada.
Cuando los recortes no son sólo decisiones técnicas, sino actos políticos que sirven intereses personales, no estamos ante errores de gestión, sino ante una traición al contrato social.
España no necesitaba menos Estado. Necesitaba uno más justo, más transparente y limpio.