Opinión

Sombrero y pantalones anchos

Diane Keaton en una imagen de 'Annie Hall', de Woody Allen
Cristina López Barrios
Actualizado: h
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Estaba cocinando un pollo a la crema cuando me enteré de que había muerto Diane Keaton, a los 79 años. La muerte parece estar solo hecha para otros, no para nosotros ni para nuestros seres queridos. Algo así ha declarado Woody Allen tras conocer la noticia del fallecimiento de quien fue su amiga toda la vida: “Me ha hecho pensar en mi propia muerte”. Vivimos como inmortales. Como si fuéramos a cenarnos el pollo cada noche.

No es posible, ahora Keaton —me dije—. La crema del pollo se me pegó a la sartén. Olía a chamusquina por la casa. Keaton no puede morirse porque toda ella tenía ese no sé qué de lo eterno: la autenticidad. Keaton era un icono antes de volar de este mundo. Me viene a la cabeza esa imagen suya con sombrero, pantalones anchos y chaleco. A mí me gusta vestir como ella. Seguir un estilo es una forma de admirar. Nuestra manera de vestir habla mucho de cómo somos o de cómo nos sentimos cómodos caminando por el mundo. Y a ella se la veía a gusto en su piel.

Fue esa inolvidable Annie Hall que le valió el Oscar y el salto a la fama; fue la mujer de Michael Corleone en El padrino, o esa ejecutiva en Baby, tú vales mucho, una película de los ochenta que nos hacía preguntarnos a las jóvenes de entonces cómo se podía compaginar ser una yupi, una trabajadora con eso de ser madre. Yo estaba estudiando para lograr mi independencia económica. Fundamental, según nos decían. Había que amueblar la habitación propia de Virginia Woolf desde la pubertad. Pero luego, cuando habías aprobado todo, comprado el traje de chaqueta y conseguido un trabajo. Cuando ya no se llevaba tanto lo de ser yupi, los hombres se habían bajado de la gomina ochentera y estaba en la cárcel Mario Conde; cuando te habías casado, por esto del amor — cosa que nunca hizo Keaton— pero antes de una fiesta había que plancharle la camisa a tu marido, y dejarle la comida hecha en la nevera si te ibas el fin de semana con unas amigas. Nosotras, las de entonces, éramos y somos la generación sándwich, habíamos crecido entre el mandato de ser independientes, de nuestras madres y abuelas, y el no olvides que la mujer se ocupa del hogar, de los hijos. Éramos el vínculo emocional que también traía el mamut a casa. Entonces veíamos a Keaton, en sus películas, en sus declaraciones, en las alfombras rojas lejanas. La veíamos con esa sonrisa suya, con las mejillas que se le arrebolaban. Era solo ella y no le hacía falta más etiquetas. Entonces nos poníamos los pantalones anchos y el sombrero para que no nos diera más la sombra de otra época. Y nos íbamos al cine a ver sus películas.

Ahora me queda hacer lo mismo: sentarme en el sofá, cenarme el pollo a la crema y buscar en alguna plataforma una de sus películas.

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