La vida de Julio Iglesias solo puede contarse usando la hipérbole: éxitos, ventas, conciertos, casas, mujeres que le amaron, amantes desengañadas, afectos y también deslealtades. ¿Qué le podría molestar a un hombre con el mundo a sus pies y la vanidad colmada? “Hay grandes ejemplos en la historia: lo que se te va a atravesar es la familia. En el caso de Julio, el hijo que se rebela. Cuando, a mediados de los noventa, Enrique, el más desvalido de sus tres vástagos, publica un disco, Julio reacciona como si se hubiese pinchado con la rosa de la traición”, dice el escritor Ignacio Peyró, autor de El español que enamoró al mundo.
Sin decir nada, el hijo decidió trazar su camino y hacer su dinero. Desde entonces, la relación se ha interpretado en términos de rivalidad. “He ahí dos machos que marcan su terreno”, escribe con ironía Peyró. Como pataleta, Julio llegó a insinuar que al menos su hijo no le alcanzaría en su condición de donjuán, obviando la estabilidad conyugal de Enrique. Los primeros temas los recibió escéptico y después recordó que, si vendía, era por su apellido, pero no tuvo más remedio que acostumbrarse a su triunfo.
Victorias y fracasos
Este tipo de hostilidad no nace de un asunto de testosteronas, sino por un sentimiento incómodo y mucho más profundo: los celos. A veces, cuando un hijo empieza a despuntar en aquello que nosotros dejamos a medias, se cuelan en el tejido familiar, a menudo de manera tan sinuosa que es difícil percibirlo a tiempo. Lo lógico sería que la alegría por un logro se multiplicase si el autor es nuestro hijo. Es lo más común. Disfrutamos de sus victorias y nos duelen sus fracasos. Pero, cuidado: “mi ego que ni me lo toquen”. Es lo que piensan aquellos padres que toman el talento de sus hijos como una seria amenaza para su autoestima.
¿Por qué ocurre? Volviendo a los Iglesias, ni Julio ni Enrique tienen una voz prodigiosa, pero el hijo le tomó ventaja en cuanto a popularidad por su conexión con el público joven, su presencia en la música latina y su versatilidad comercial. Ese sentimiento de quedar atrás no es exclusivo de la música. Puedes ser un lince con las matemáticas, pero ahora tu hija acaba de crear su propio sitio web y navega con códigos que eres incapaz de entender. Diseñaste siempre tu ropa, pero ahora es tu hijo el que ha tomado el impulso de crear su propia marca y no terminas de digerir tu falta de coraje para haber emprendido a su edad. O dedicaste infinitas horas a enseñarle tu magistral técnica de dibujo y acaba de exponer en la galería de su instituto con un estilo que te ha hecho llevar las manos a la cabeza.
Frustraciones
Sea cual sea su talento, has perdido el control y te apena. Es lógico, pero no es motivo de frustración, mucho menos de celos. Responder a su talento de modo desafiante o con desasosiego, recelo, desconfianza o temor a ser superado puede provocar que no alcance las metas o desarrolle una personalidad ansiosa en su intento de no provocar dolor a quien más quiere. Quienes actúan con celos frente a sus hijos, suelen restar importancia a sus logros, tratan de quedar por encima y evitarán motivarle para que siga mejorando y desarrollándose con éxito. El talento infantil necesita el apoyo incondicional de los adultos para alcanzar su plenitud.
Es una dinámica devastadora que puede afectar la autoestima del niño y la capacidad de formar relaciones sanas en el futuro. Hay muchos casos de genios influidos por los celos paternos. Uno de los más famosos es Wolfgang Amadeus Mozart. A los cinco años ya componía y a los seis tocaba en público. Su padre, Leopold Mozart, también músico y compositor, quiso gestionar su carrera ejerciendo sobre él un férreo control, dictando al dedillo su vida y cohibiendo su libertad creativa. Todo ello era fruto de la frustración por su propia mediocridad. Wolfgang era la expresión de todos sus anhelos y vio en su mudanza a Viena una traición que fue deteriorando aún más la relación. No consiguió frenar directamente su genialidad, pero sí influyó en su salud mental, marcada por sus tensiones internas y un desequilibrio emocional que pudo llevarle a la pobreza en la que murió.
El peso de la herencia
Su caso se toma como ejemplo para reflejar cómo la manipulación, el chantaje emocional y la falta de admiración en el entorno familiar puede entorpecer el talento y provocar un impacto negativo en su cerebro. Menos dramática, pero igualmente injustificable, fue la rivalidad entre Kirk y Michael Douglas, dos colosos del cine. La tensión se hizo palpable cuando el hijo apuntaló su carrera también hacia la producción. Son dos leyendas, pero el padre no pudo evitar cierta hostilidad, agravada por el hecho de que nunca fue reconocido con un Óscar, ni como actor ni como productor.
De tal palo, tal astilla. Lo decimos con orgullo, poniendo en evidencia el peso de la herencia y satisfechos de haberlo hecho bien prestándonos como modelo. Pero ese punto en el que el aprendiz supera al maestro puede transformarse en un huesecillo duro de roer. El destino de la herencia, que creíamos inexorable, jugó a su favor o tal vez nuestro hijo moldeó mejor esos otros rasgos que no son heredables. El mejor legado, cuando esto ocurre, es la admiración.
El nombre de los triunfos
Jane Fonda nunca se sintió ni querida ni admirada por su padre, Henri Fonda. La falta de amor familiar desencadenó trastornos de la conducta alimentaria que sufrió hasta bien entrada la edad madura. Sin embargo, la película ‘En el estanque dorado’ les sirvió para sanar una relación que había sido distante y muy conflictiva. Jane vio en el guion el modo de que el actor expresase sus sentimientos. Y acertó. En una de las escenas, el padre, tal vez por primera vez en su vida, rompió a llorar y tuvieron que repetir la toma varias veces.
No es difícil cambiar el guion de la vida y celebrar el talento. Aceptemos que es su tiempo o inspirémonos en ellos para transformar lo que aún podamos mejorar, pero sin interferir en su trayectoria. Nuestro rol como padres es admitir que los hijos crecen. Les hemos dado alas y ahora hay que dejar que echen el vuelo. Una vez superada la primera punzada que nos provoca saber que son mejores, seguiremos ahí, brindaremos apoyo, confiaremos en sus decisiones y disfrutaremos de su independencia.
El éxito de un hijo no debería servir para medir nuestras habilidades y logros, mucho menos para eclipsarle. Seamos amables con ellos, pero también con nosotros mismos y lo que llevamos ganado gracias a nuestros talentos. Y pensemos que, al fin y al cabo, sus triunfos llevan también nuestro nombre. ¿No es motivo suficiente de orgullo haber criado a una persona exitosa?