Crónica negra

“¡Encuentren a mi hija!”: la niña de 3 años que desapareció en la playa

La pequeña Cheryl iba a tomarse una ducha cuando su hermano le perdió de vista. Jamás la encontraron y la investigación se convirtió en un laberinto sin salida para familiares y policías

Era un lunes abrasador de 1970, en la costa australiana. El sol caía como plomo sobre la arena y la temperatura se disparaba hasta los 38 grados. El viento arrastraba olor a sal y tormenta, mientras las familias recogían sombrillas y juguetes de playa.

Carole Grimmer, una madre joven, trataba de organizar a sus cuatro hijos: Ricki (7), Stephen (5), Paul (4) y la pequeña Cheryl (3). Una escena normal, casi tierna, hasta que se quebró para siempre.

“¡Mamá, Cheryl no quiere salir…está en las duchas!” le avisó Ricki, con el ceño fruncido. Carole pensó que era otra rabieta infantil, un capricho de su hija menor. Caminó hacia las duchas con paso ligero, con la certeza de que la encontraría allí. Pero cuando abrió la puerta, el espacio estaba vacío.

“¡Cheryl! ¿Dónde estás? ¡Cheryl!” gritaba la madre. La niña de rizos rubios se había desvanecido como si se la hubiera tragado la tierra.

La primera versión que circuló fue confusa, casi increíble: alguien dijo haber visto a un hombre cargando a la pequeña hacia un coche en el estacionamiento.

La policía, vecinos y familiares rastrearon la zona. Ninguna pista, ni rastro de la pequeña.

La intensa búsqueda de la pequeña.

Como si la pesadilla necesitara más crueldad, tres días después apareció una nota “exigiendo 10 mil dólares por el rescate”. Carole, desesperada, siguió cada instrucción. Esperó con el dinero. Pero nadie apareció. “Fue una farsa despiadada. Una broma macabra” diría después un investigador.

Año y medio después de la desaparición, un chico de 17 años acudió a la comisaría. Confesó haber secuestrado, abusado y asesinado a Cheryl. Describió un establo, un portón, un arroyo. Condujo a la policía al sitio del crimen. Sin embargo, el propietario de las tierras negó todo: ni establo, ni portón, ni arroyo. Nada de eso había en el terreno; ni ahora ni antes. El relato se descartó.

El padre de Cheryl, con la pequeña.

La investigación se enfrió. El padre de la chiquilla murió en 2004. Tenía solo 58 años y falleció con esa espina en el corazón. Carole le siguió diez años después, sin haber escuchado nunca la palabra “justicia”.

En 2016 un investigador decidió reabrir el expediente. “Soy como un perro con un hueso. Cuando muerdo algo no lo suelto”. Y lo cumplió. Revisó testimonios olvidados, cajas, declaraciones que nadie había vuelto a leer.

Analizó línea por línea el testimonio de aquel adolescente que confesó el crimen. “La saqué de la ducha. Puse mi mano en la boca para que no gritara y la llevé a un arroyo. Allí le introduje un pañuelo en la boca y le até las manos con unos cordones”. El relato continúa. “Quería tener relaciones. Le saqué la mordaza pero empezó a gritar. Le ordené que se callara pero no lo hizo. La estrangulé hasta que dejó de respirar. Cubrí el cuerpo con arbustos y me fui corriendo”.

El detective fue a visitar la propiedad. Habló con el hijo del dueño del terreno. El investigador se quedó de piedra al escuchar que su testimonio contradijo al de su padre: sí había establo, portón y arroyo. Exactamente como aquel adolescente había dicho.

¿Por qué habría mentido su padre? ¿Quizá no querría que cavaran en la propiedad, buscando un cadáver?

La madre y los tres hijos varones días después de la desaparación.

El detective dio con el adolescente que había confesado. Ahora tenía 60 años. Le llamó por teléfono para un primer interrogatorio. El hombre contestó: “¿Sobre qué quiere preguntarme?¿Sobre algo que hice cuando era joven y de lo que me arrepiento cada día de mi vida?”.

En 2017, casi medio siglo después, la policía anunció el arresto de ese hombre. Era el giro que todos esperaban. Pero pronto llegó la decepción.

Su defensa habló de problemas mentales y de confesiones falsas. Se declaró inocente y negó haber estado siquiera en la playa. Su confesión cuando era adolescente se había hecho sin presencia de un adulto. La justicia derribó la acusación: consideró inadmisible aquella confesión.

El investigador se vino abajo. Renunció a su trabajo después de 21 años de servicio: ”Ya no puedo hacer nada más. Esto ha sido la gota que ha colmado el vaso”.

El hombre que confesó haber matado a la pequeña, cuando era un adolescente.

En 2020, cuando se cumplieron cincuenta años de la desaparición, el Gobierno ofreció una recompensa de 100.000 dólares. No era solo dinero: era un último grito al vacío.

Pero ni siquiera esto ayudó a averiguar algo sobre el caso.

Ricki, aquel hermano que un día dejó a su hermana en las duchas y cargó con la culpa desde entonces, habló con dolor: “No hay palabras para describir la pena de perder a nuestra hermana. Todos los días recordamos la forma en que nos fue arrebatada. Siento, hasta el día de hoy, una gran culpa por haberla dejado en esa ducha”.

Cincuenta años después, la playa parece igual que antes: arena dorada, olas golpeando la orilla. Pero quienes conocen la historia no pueden caminar allí sin pensar en la pequeña que se desvaneció en un instante.

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