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Ya no me apetece compartir nada: ¿nos hemos aburrido de las redes sociales?

Imagen creada por ChatGPT de dos personas con sus móviles.
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El año pasado, un estudio del Pew Research Center ya confirmó que un 45% de los chavales estadounidenses estimaba que dedicaba demasiado tiempo a las plataformas sociales, y un 48% las percibía incluso como perjudiciales.

En otro estudio del mismo año, GWI reveló incluso que el 40% de los jóvenes de entre 12 y 15 años había llegado a tomar medidas drásticas como eliminar apps, limitar el tiempo de conexión o silenciar notificaciones.

¿Podríamos estar llegando a ese punto de no retorno en el que ya no vale la pena compartir nuestras vidas en público? Curiosamente los más ricos ya habían iniciado esa tendencia al entender que no conviene presumir tanto de lo que uno tiene, sino de disfrutar en silencio de sus bienes.

Se nos fueron las ganas

Las redes sociales llegaron a nuestras vidas como una bocanada de aire fresco, la posibilidad de reencontrar amigos del pasado, estar en contacto permanente con familia, enseñar lo bonito de nuestros caminos diarios, pero hoy ya nos hemos cansado. Después de veinte años compartiendo compulsivamente nuestros fotogénicos desayunos, atardeceres maravillosos y logros laborales, como si de gestas épicas se tratase, el entusiasmo se nos fue por el desagüe.

En nuestras cuentas cada vez se hacen más escasas las historias de nuestros allegados ya que se han visto relegadas a un segundo plano. La plebe (la audiencia rasa) que no se dedica al tema profesionalmente ya está aburrida de compartir sus quehaceres diarios entre tantos influencers y contenidos promocionados. ¿Para qué? Si lo que publico no lo verá nadie, ni tampoco recibirá un misero comentario.

Como Alcaraz tirando la toalla ante Sinner, los rivales nos parecen todos mucho mejores. Miles de usuarios se han cansado así de las redes. Siguen el partido, pero realmente sin llegar ya a estremecerse. La generación Z, la más próxima en edad a nuestro famoso tenista, ha comenzado a cerrar sus cuentas, privatizar sus perfiles y contar incluso menos que sus propios padres. Y haciéndose todos la misma pregunta: ¿todos están más felices que yo realmente?

Cuando ya está todo contado

Compartir vivencias personales fue una revolución emocional y social. En su día abrazamos las redes con ganas, con sus filtros embellecedores y sus músicas en tendencias. Nuestras vidas se convirtieron en una oferta ilimitada de televisiones privadas, elevadas al estatuto de nueva industria. Cada comentario, cada me gusta, cada emoticono de aplauso era un incentivo valioso.

Aprendimos sobre la marcha a contar nuestras aventuras, a compararnos, a motivarnos, a equivocarnos también. Algunos fueron catapultados a la fama, otros ascendieron más lentamente la escalera, mientras cientos de millones de usuarios trataban de publicar algo que se les pareciera. Mientras tanto, sin darnos cuenta, transformábamos todos nuestras existencias en un vulgar contenido.

Sin embargo, y tras casi veinte años de amor incondicional, parece que está ocurriendo algo que ya intuí en mis libros de mindfulness prepandémicos: la llegada de un potencial hartazgo del concepto de red social.

Ya no respondemos a los estímulos de antes. Nuestros muros se han vuelto repetitivos, mecánicos y previsibles. Las plataformas y sus algoritmos han contribuido también a este hastío ya que sus cálculos priorizan lo que engancha sobre lo que de verdad importa.

A título personal, y tras quince años en Instagram, tengo una sensación de déjà vu constante. ¿Estaríamos ante ese posible final de las redes sociales?

De espacios virtuales a centros comerciales

En paralelo, las redes se han convertido en un potente y multimillonario ecosistema donde los usuarios han prostituido sus comportamientos y datos. Las grandes corporaciones como Meta (Facebook, Instagram), ByteDance (TikTok) o Google han entendido hace tiempo que nuestro tiempo conectado es lo más valioso.

Del apelativo de redes sociales queda bien poco. Morbo, moda, viaje, salud, estética… Somos como pececitos atrapados en redes mercantilistas, máquinas comerciales y publicitarias diseñadas para mostrar exactamente lo que nos atrapa. Mientras nuestros amigos desaparecen lentamente de ese espacio de encuentro que antes representaba.

Nuestra vida en plantillas prediseñadas

Empresas, influencers y medios han aprendido a jugar a este juego y a sacarle todo el provecho. Van actualizándose constantemente frente a los cambios de algoritmo para contrarrestar los malos resultados de likes, visualizaciones o comentarios. Producen cada vez más contenidos baratos y a un ritmo vertiginoso.

Recuerdo cómo, en 2008, le comenté a mi jefe, director general de más de una veintena de canales, mi opinión sobre el futuro de los contenidos audiovisuales. Serían “vídeos cortos y de bajísimo costes”. Hoy esa realidad es tan extendida que parece hasta un pleonasmo.

Nuestras vidas se resumen en marcos, plantillas prediseñadas y una inteligencia artificial que lo hace todo. Con la llegada de herramientas de edición cada vez más potentes, incluso en nuestros móviles, el coste de producción roza el cero. Ya existen hasta influencers virtuales que no tienen ni edad, ni pasado.

La desmaterialización del contenido implica un tremendo vaciamiento emocional y humano. Lo subrayó ya Jeremy Rifkin en su libro La sociedad del coste marginal cero. En nuestro mundo todo se vuelve más barato, pero también más insípido.

A cada tendencia, su contra tendencia

Soy admirador de la futuróloga Faith Popcorn, y de su teoría de que a cada tendencia le aparece una contra tendencia. Esta lógica también se impondrá en los mundos conectados. Cuando explotaron las redes sociales, y parecía que nuestro entusiasmo fuese infinito, auguré que las redes volverían, algún día, a ser espacios más privados y limitados.

Algún día volveríamos a los chats y grupos cerrados, a los clubs de aficionados con derecho de entrada reservado. Nos trasladaríamos a unos ámbitos virtuales donde podríamos seleccionar a quién damos acceso, con más cuidado. Y dónde contaríamos lo realmente importante y auténtico. Unas redes más exclusivas, menos contaminadas y alejadas de tanto interés comercial y escrutinio.

Esta necesidad de reconectar con sentido común y en directo explica el auge de los encuentros físicos, desde cenas sin filtros a eventos temáticos, pasando por divertidos festivales de verano donde podemos compartir miles de sonrisas y abrazos.

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