La vida de Jimena (nombre ficticio) podría ser bien distinta si no hubiese sido 1997 cuando su madre fue con su abuelo a denunciar malos tratos a una comisaría. Estaban pintando la casa y su padre lanzó todos los botes de pintura por las habitaciones, destrozó ropa con tijeras, agarró un pico y empezó a dar golpes en todas las paredes. Su madre, con ella en brazos y su hermano mayor de la mano, sintió que no sabía qué pasaría esa noche si no avisaba a nadie. Así que, pidió ayuda.
Pero España era otra y la respuesta de los policías fue que eso era una discusión de pareja. Faltaban unos años para que viese la luz la Ley de Protección Integral contra la Violencia de Género y no existía la conciencia social actual. Ni siquiera se contabilizaban las mujeres asesinadas por sus parejas o exparejas por aquel entonces. Ese fue el año en el que Ana Orantes apareció en un programa de televisión narrando sus 40 años de maltrato y el año en el que su exmarido la asesinó.
La madre de Jimena volvió con su hijo y ella, que era un bebé, pensando que el sistema le estaba explicando que lo que pasaba dentro de las paredes de esa casa era normal. Jimena creció con esa idea y se acostumbró a vivir en el imperio del terror. Todos los hicieron. Su padre ejercía un control absoluto sobre los tres miembros de esta familia, el más estricto, con su madre.
Un interrogatorio acosador
Sentarse a la mesa era casi una coreografía ensayada. Nunca nada estaba bien. O no le habían puesto bien el plato, los cubiertos, la comida estaba fría o mala. Todo empezaba con un enfado por algún detalle. Después venía el interrogatorio. “¿Qué ha hecho hoy tu madre? ¿Con quién ha hablado por teléfono? ¿Con algún hombre? ¿Cuántos minutos? ¿Ha ido a comprar? ¿Ha hablado con alguien? ¿Ha visto la tele? ¿Cuánto tiempo?”
Jimena es neurodivergente, lo que significa que su cerebro funciona de forma diferente al habitual. Reconoce que ha tenido problemas para, por ejemplo, expresar afecto, socializar, le abruman los sonidos fuertes y le cuesta mentir. Una vulnerabilidad añadida a la de ser una niña y que su padre aprovechaba para sacar toda la información que necesitaba y tenerla amedrentada.
Esa fragilidad todavía hoy le hace sentir culpable cuando recuerda las verdades que salían por su boca de manera natural. Porque una sola mirada de su padre la desarmaba. Recuerda el pánico cuando alguna vez se peleaba con su hermano y su padre se percataba. Oían sus pasos por el pasillo y se quedaban quietos, rectos, esperando la condena que sabían que venía. Por eso Jimena aprendió a llorar en silencio.
Y más cosas. Aprendió que su presencia no alegraba a su madre, que tenía una madre que no era feliz. Que su padre podía humillar, controlar insultar y agredir a su esposa y que los castigos no estaban relacionados con su comportamiento. Podías hacer todo bien y aun así recibir un correctivo.
Del golpe físico al emocional
Cuando su padre se inventaba un problema era su hermano quien recibía el castigo físico, pero los dos recibían los golpes emocionales. Y casi siempre se rompían cosas. Los juguetes, los juegos de la “Play”, la propia consola, el árbol de Navidad. Todo su mundo material era susceptible de desaparecer por alguna razón peregrina, porque también les escondía sus cachivaches. Eso le encantaba.
Les daba sustos. Gritos, ruidos, y movimientos inesperados que para las personas como Jimena son una tortura. A veces, cuando volvían de algún sitio en el coche de noche hacía ver que se había perdido y no sabía volver a casa. Hasta que ella y su hermano no empezaban a llorar, asustados, no emprendía la marcha correcta.
Les decía cómo tenían que vestir, de qué tenían que hablar y la regla de oro: no contar a nadie lo que pasaba en esa casa. No podían ni comunicarse con su abuela por teléfono sin sentir su aliento en el cogote. Él asentía y negaba con la cabeza lo que permitía contar o no. Estaban secuestrados en su propia casa.
Al cruzar el umbral de la puerta todo cambiaba. Su padre se ajustaba la careta y mutaba en un hombre al que le gustaba arreglarse, sonreía, hacía chistes, era amable, simpático y hasta jugaba con ellos. De puertas para adentro, rechazaba cualquier muestra de cariño y hasta el más mínimo detalle era susceptible de encender la mecha de un enfado.
Drama sobre drama
Jimena recuerda que lo peor era la incertidumbre, el no saber cómo iba a llegar a ese día a casa, por qué razón se iba a montar. Quizá fue ese miedo constante y esa tensión lo que ocasionó que Jimena dejase de hablar, tuviese pesadillas, desarrollase anorexia, una patología intestinal, asociada al estrés, migrañas, perdiese el control de los esfínteres y. Lo que no podía verbalizar encontró la forma de hacerse carne. Los médicos sospecharon que algo no iba bien, aunque todo quedó en una conjetura.
Jimena se convirtió en un fantasma. Una niña callada, sumisa y miedosa a la que su padre le repetía que los médicos no la iban a curar y a la que obligaba a comer alimentos que sabía que le iban a sentar mal. Él nunca se equivocaba. “Soy perfecto. Cuando algo está mal es porque vosotros habéis cometido un error”, les decía. Este era su padre.
El mismo al que su madre consiguió denunciar casi una década después de intentarlo por primera vez. Escaparon de esa cárcel, y el sistema, volvió a fallarles. La orden de alejamiento sólo protegía a un miembro de esa familia y Jimena y su hermano tuvieron que seguir viendo a un padre que nunca ejerció como tal en un punto de encuentro. ¿La razón? No escucharon y no les creyeron. Estaban convencidos de que la madre les había intoxicado y eran un ejemplo claro del falso síndrome de alienación parental.
No he necesitado un padre para tener un desarrollo normal, he necesitado una vida estable
“No entendí nada. Mi madre tenía una orden de alejamiento. ¿Y nosotros, qué somos, un complemento de la Barbie? La ley parece que lo entiende así, que le parece lógico. Si son capaces de explicármelo me gustaría que lo hicieran”.
Jimena roza la treintena hoy y al echar la vista atrás siente rabia. Un resquemor que le empuja a contar su historia y a luchar para que se entienda que un maltratador nunca puede ser un buen padre.
“Todos creen que no podemos desarrollarnos sin una figura paterna y una materna y todavía no sé en qué me ha beneficiado relacionarme con mi padre. El sistema entiende que una familia tiene que estar formada por los mismos miembros que el resto de las familias tipo, pero es que mi familia no es como las demás. ¿De verdad pensáis que eso es lógico?”, se pregunta.
“¿Qué hace falta para que nos ayudéis?”
“No les importa si estamos bien, el sistema quiere que las cosas sean como ellos quieren que sean. No todos somos iguales. Parece que buscan un ganador y un perdedor y nosotros estamos en medio. No he necesitado un padre para tener un desarrollo normal, he necesitado una vida estable. Tener un solo progenitor no me importa. No me obligues a participar en procesos de mediación arcaicos que no me llevan a lo que necesito. Pregúntate qué necesito. Si te digo que tengo miedo, escúchame. ¿Qué hace falta para que nos ayudéis?”, lamenta.
A pesar, de que Jimena vomitaba, se desmayaba, sus dolencias empeoraban y lloraba tenía que acudir puntual a las visitas paternas. “Te sientes desamparada porque no puedes hacer nada ni entiendes nada. Eres una niña, no tienes herramientas, no tienes casi identidad y te sientes desprotegida. Me sentía como cuando mi padre pegaba mi hermano que me hacía una bola en el sofá y no tenía escapatoria”, recuerda.
Una revictimización que achacó a la juventud de la ley contra la violencia de género, pero que le revuelve cada vez que escucha un caso parecido en las noticias. “Sigue pasando. Yo tengo informes que dicen que mi padre era una persona normal, tranquila, con una buena gestión de los impulsos y no es verdad. No ha pasado por la cárcel, tiene otra familia. Me da escalofríos pensar en lo que estarán viviendo”.
El maltrato normalizado
Las visitas supervisadas con su padre se acabaron cuando él y solo él lo decidió. Volvió a casarse, tuvo más hijos, y de pronto, esa relación paternofilial que el sistema consideraba tan importante para el desarrollo de Jimena y su hermano se cortó. Nunca más han sabido de él.
Pero los efectos de toda una infancia marcada por la violencia siguen presentes en su vida. “Tenía el maltrato normalizado. De pronto, te das cuenta de que tu familia no era como las demás. Que no todos los padres son iguales. Es como despertar de Matrix. Hay un antes y un después. El que no lo ha vivido no lo puede entender”, explica.
Sigue teniendo pesadillas, sigue en tratamiento psicológico y sigue enfadada. Porque, con el tiempo, es más consciente de todo lo que vivió y lo injusto que siente que fue el sistema. Desde esa noche de 1997 hasta el empeño en alimentar una relación con un maltratador que, aunque no la pegara, las heridas que le dejó siguen hoy vivas.