Es pequeño, discreto, silencioso. Se compra en la farmacia, se esconde en un bolso, se utiliza en el cuarto de baño. A partir de ahí se espera un minuto, dos líneas, una línea. Un cambio de vida. Pero el test de embarazo casero no fue siempre tan accesible, ni tan neutro. Hubo un tiempo en que saber si una mujer estaba embarazada era terreno exclusivo del misterio, la intuición o la autoridad médica. Y sobre todo, del otro.
Durante siglos la única forma de confirmar un embarazo era observar. Si no llegaba la regla, si aparecían náuseas, si se tensaban los pechos. Las matronas sabían leer el cuerpo, pero no podían demostrar nada. El diagnóstico formal solo podía hacerlo un médico. Las mujeres no tenían, en realidad, derecho a saber por sí mismas. El cuerpo hablaba pero a ellas no se las escuchaba.
La primera prueba “científica” de embarazo se desarrolló a inicios del siglo XX, y fue cualquier cosa menos íntima. En los años 20 los laboratorios inyectaban orina de la mujer sospechosa de estar embarazada en hembras de rana o ratones. Si el animal ovulaba a las pocas horas, era positivo. El resultado tardaba días. La mujer debía acudir a una consulta, y luego esperaba esa llamada. El proceso, además de costoso, podía ser humillante e incluso arriesgado para su reputación. Su intimidad pasaba por varias manos ajenas.
En 1969, la bioquímica canadiense Margaret Crane desarrolló un test casero basado en la detección de la hormona hCG en la orina, la misma que activa los mecanismos del embarazo. Lo presentó a la farmacéutica para la que trabajaba, que se mostró escéptica. La idea de que una mujer pudiera saber si estaba embarazada sin la mediación de un profesional les resultaba incómoda. ¿Y si se equivocaba? ¿Y si lo usaban adolescentes? ¿Y si tomaban decisiones sin consultar?
Aun así, el test se impuso. El primero en salir al mercado fue Predictor, en 1971. Constaba de un tubo de ensayo, un cuentagotas y una mezcla reactiva. Tardaba una hora en dar resultado y parecía un experimento escolar, pero funcionaba. Por primera vez una mujer confirmaba su embarazo sin testigos, sin permisos, sin intermediarios. Un gesto doméstico, casi clandestino, pero profundamente transformador.
En los años 80 y 90 los test se perfeccionaron: se simplificó el uso, se redujo el tiempo de espera, se multiplicó su precisión. Hoy detectan la presencia de hCG a los pocos días de la concepción, y basta con orinar sobre una tira reactiva para una lectura fiable en apenasdos minutos. Algunas marcas incluso ofrecen conectividad digital o predicciones personalizadas según la fecha estimada de concepción.
El test de embarazo es, en cierto modo, la primera herramienta de autonomía reproductiva real que tuvieron las mujeres. En muchos países llegó incluso antes que el acceso legal al aborto. Permitió actuar a tiempo, buscar ayuda, prepararse o cambiar de rumbo desde la privacidad del baño. Hoy se venden millones cada año. Se guardan como recuerdo o se tiran con rabia. Algunas mujeres los repiten varias veces; o los fotografían. Se revela el resultado el público, se retransmite en redes sociales. Son discretos, salvo que su dueña decida no serlo. Y aunque su forma apenas cambie, su significado varía con cada historia.
Lo que no ha cambiado que en ese minuto de espera cabe el miedo, la esperanza, la duda, el alivio, el vértigo. Dos líneas rosas o un signo de más pueden significar un deseo cumplido o el pánico absoluto. Y en ambos casos, la decisión posterior pertenece a una sola persona.
Espido Freire, autora de “La historia de la mujer en 100 objetos” ed.Esfera Libros, ha seleccionado 31 para una saga veraniega en Artículo14 donde hace un recorrido por algunos de los objetos que más han marcado a las mujeres a lo largo de su historia.