El otoño, la estación más melancólica del año. Gran martes azul del calendario gregoriano. Nunca está mejor pintado El Retiro. Cárdigan de lana merina, tweed, teba. Peyró y Sostres degustando las becadas más sabrosas de Horcher. Echar la vista atrás, clásico proverbio del todo a cien, y rememorar tiempos pasados, es una nostalgia anual que llevo de serie. Amarcord!
Probablemente yo sea el periodista (con licencia) que más ha tardado en debutar en la historia de esta ¿profesión? ¿oficio?: veintisiete años. Un caso digno de estudio, pero a la inversa. Me titulé hace casi treinta años sin mucha emoción, la verdad sea dicha, y nunca he ejercido como tal, hasta hace un par de años, que empecé a escribir; mejor dicho, que empecé a escribir en público; mejor dicho, que empecé a escribir firmando. El caso es que, hablando con personas que escriben, mucho, bien y rápido, que es una de las obsesiones que tengo, me comentan que el mayor pánico que tienen, más que el manido mantra plumilla, “el temor al virginal folio”, es saber pasar del concepto a la idea. A partir de ahí todo es más fácil. Pero llegar a la idea, que esta lleve a otra y que esta segunda lleve a un encofrado con criterio y se estructure como una tela de araña, arquitectura de palabras con sentido y sensibilidad, y esta se desarrolle y se relacione y se morree con las ideas vecinas, y se moldee y se haga carne para crear un artefacto compacto y armonioso, divulgativo, pero no acumulativo, y que, finalmente, tenga algo interesante que decir. ¡Ay!, eso es lo complicado.
Leyendo una entrevista-río a Jorge Bustos, una de las starlettes del columnismo, aseguraba que escribir un artículo le lleva no más de una hora y cuarto, pero que su mente está constantemente horadando su espíritu, pergeñando ideas sin parar y conceptos para escribir: por lo tanto, está todo el día trabajando, fundiendo neuronas que, a una edad no lo suficientemente joven, se van para no volver. Aunque tampoco te sientas mal por el pobre Bustos, porque, como diría Ben Bradlee, mítico director del Washington Post, “el periodismo es duro, pero peor es trabajar”.

Como buen hipocondríaco del alma, yo colecciono todos y cada uno de esos lugares comunes: llámalo síndrome del impostor, terror al folio en blanco, o secarse el cerebro como a Don Quijote. Será que aún no tengo masajeados el cerebro y el alma para estas lides y que soy un pudibundo juntaletras. Pero ese horror seco, ese enfrentarme al Word y su retador “una palabra lleva a otra” (¿hazlo tú?, ¡que además te falta un artículo en la frase!), a inventarme algo, de acertar con la idea de lo que me han encargado, me acompaña siempre: es un sentimiento parecido al ataque de ansiedad, a la obstrucción intestinal, al no verle sentido a las cosas, como cuando dejas de fumar, un ir por el mundo como la tía Sabina, “que no se sabe si mea u orina”.
Pero ¡amigo! cuando te sale de una, y bien, cuando tu cerebro empieza a acumular frases como en el Tetris y las vomita, y tus dedos se mueven al son de una güija, y escribes un párrafo y luego otro y otro y vas y terminas un artículo, y lo corriges, y al día siguiente estás on fire y terminas otro y esa semana firmas otros dos y los lees y los relees y sabes que tienes un average de tres artículos, te sientes el tío más rico del mundo. De sabor, me refiero. Sabes a victoria. A napalm de tinta.
Escribir. Qué infierno. Qué bendición. Qué necesidad.
Aún hay otro eslabón en la cadena de la escritura que da aún más pavor y gusto sadomaso. Se le conoce como el primo hippie del periodista: el guionista. Escribir para cine, tele o “plataformas”, la misma cosa es. Y aún está la última frontera de la profesión: el guionista de encargo. Aquí no puedes mirar hacia atrás como Guille, el hermano pequeño de Mafalda. Porque ahí estás tú y nadie más y si te han encargado que escribas algo a es porque confían en que no te pase lo que a ellos. Lo define perfectamente Albert Solá (Casa en llamas), probablemente el guionista más en forma hoy en día del cine español: “No me permito el lujo de encallarme, porque no es ese mi trabajo. Me han contratado a mí precisamente para no encallarme, porque la gente que se encalla es la que me ha contratado”. Prosa poética. “Por lo tanto”, remata, “aquí no vale jugar a ser un artista”. Qué honor. Qué pavor.

Tanto desgaste, tanto soldado en primera fila, ha tenido una preciosa justicia poética en los últimos años. Para ellos, una de las mejores cosas que ha podido pasar en el audiovisual ha sido la irrupción de las plataformas de streaming y sus toneladas de dólares que han convertido, de repente, a los guionistas en superhombres: son los llamados showrunners, que no son otra cosa que guionistas de raza que, por arte y magia de la necesidad de crear contenido y los ingentes presupuestos que tienen las plataformas para gastar, han mutado en reyes del mambo. Escribe. Crea. Escribe más. Crea más. Escribe mejor. Crea mejor. Es como estar sentado con tus gafas de culo de vaso, leyendo tu cómic y comiéndote tranquilamente tu bolsa de bocabits y acercarse Sidney Sweeney a preguntarte qué tal le quedan los vaqueros. De la noche a la mañana eres el puto amo y no siempre sabes cómo manejarlo. Pero esa es otra historia.
P.D. Suelo buscar, placer culpable, si los temas de los que escribo tienen Día Oficial. Y, por supuesto, hay un Día del Guionista: el 5 de enero. ¿A quién demonios se le ocurrió competir con los Reyes Magos? A uno de ellos, seguro.