Ya desde la mitología griega se la presenta como portadora del mal, poseedora de una belleza traicionera y una curiosidad peligrosa. En este marco nace Pandora, cuya historia recoge Hesíodo en su Teogonía. Fue moldeada en arcilla a instancias de Zeus como castigo envenenado para los titanes: un ser hermoso, encantador y absolutamente letal.
Dotada por los dioses de cualidades contradictorias —belleza y capacidad de engaño, dulzura e insidia— Pandora es entregada a Epimeteo, quien, cegado por el deseo, desoye las advertencias y se casa con ella. El desastre no tarda: movida por su curiosidad, Pandora destapa una jarra (y no una caja, como la tradición popularizó) de la que emergen todos los males que azotarían a la humanidad. Solo la esperanza queda atrapada dentro, como pírrico consuelo.
Aunque Pandora actúa más como instrumento que como agente, el mito cimenta una imagen perdurable: la mujer como la causa de todos los males, incapaz de contener sus impulsos.
Algo similar ocurre con Eva en el Génesis. Adán y Eva viven en un Edén exuberante hasta que, persuadida por la serpiente, Eva come del árbol prohibido y ofrece el fruto a Adán. El castigo divino no se hace esperar: dolor en el parto, trabajo agotador, expulsión del paraíso. Pese a que Adán también come del fruto, es ella la culpable de la caída. Que el fruto fuera una manzana fue, además, fruto de una mala traducción posterior, pero el mandato de sumisión femenina no dejó lugar a duda.
No solo en la tradición occidental se vincula a la mujer con la pérdida. En una fábula hindú, el arroz —al que se le atribuía un tamaño gigantesco, cada grano del tamaño de la cabeza de un hombre— se recogía solo, sin esfuerzo humano. Hasta que una joven, más interesada en su atuendo que en sus tareas, se distrajo mientras barría y dejó un montoncito de basura en la entrada del granero. Un grano de arroz se rompió al chocar con ella y, como castigo a la vanidad y la desidia de la mujer, decretó que a partir de entonces los humanos deberían cultivar, recoger y limpiar el arroz. Otra versión atribuye la culpa a una anciana que le gritó al arroz, porque llegaba al granero antes de tiempo. En ambos casos, una mujer perezosa, vanidosa o autoritaria estropea para siempre una armonía perdida.
Esta narrativa de la culpa femenina se perpetuó con fuerza en el pensamiento cristiano y filosófico posterior. San Pablo, figura clave del cristianismo primitivo, fue interpretado durante siglos como defensor de la supremacía masculina. Santo Tomás de Aquino incluso teologizó sobre la inferioridad moral de la mujer: era impura, sucia, el instrumento del pecado. Si el hombre fue creado antes, decía, era para garantizar su dominio.
Todas estas historias —Pandora, Eva, la campesina hindú— construyen un relato ancestral: la mujer como el otro, lo otro, como amenaza latente, como fuente de ruina. Debajo de capas de modernidad, esta idea sigue filtrándose en el pensamiento contemporáneo, donde persiste la imagen de la mujer como ser voluble, poco fiable, cuya inteligencia se orienta al beneficio propio o a la manipulación. Interesada, avariciosa, capaz de usar su sexualidad para cualquier fin que se proponga. Y cuando un hombre cae, cuando ambiciona, traiciona o sueña demasiado alto, siempre, si se busca lo suficiente, habrá detrás una mujer a quien echarle la culpa.
Espido Freire, autora de La historia de la mujer en 100 objetos (ed.Esfera Libros), ha seleccionado 31 para una saga veraniega en Artículo14 donde hace un recorrido por algunos de los objetos que más han marcado a las mujeres a lo largo de su historia.