Antes de que se convirtiera en emblema de seducción o de castigo voluntario, el tacón se inventó con un fin práctico. Se diseñó para sujetar el pie en el estribo. Durante siglos lo llevaron hombres a caballo, los soldados, los nobles. El calzado elevado resultaba útil, poderoso y viril. Nadie pensaba aún en la elegancia ni en la silueta.
La corte francesa del siglo XVII lo convirtió en elemento distintivo. Luis XIV, obsesionado con su estatura, impuso los tacones teñidos de rojo como un privilegio de su círculo más cercano. Catalina de Médici los llevó a su boda con Enrique II de Francia, y desde entonces el calzado elevado fue tomó cuerpo como ornamento de poder. Todavía no era femenino. Se transformó en ello poco a poco, cuando los hombres decidieron que ese adorno ya no les convenía.
A partir del siglo XIX el tacón se instala en los pies de las mujeres y su significado se moldea. Primero asociado al lujo; después, al erotismo. El zapato alto estiliza, alarga la pierna, cambia el gesto del cuerpo. No es cómodo ni pretende serlo. Su uso requiere algo de entrenamiento, de esfuerzo deliberado. Exige no tanto caminar como presentarse.
Hollywood entendió muy pronto su potencial. Actrices como Marlene Dietrich, Rita Hayworth o Marilyn Monroe llevaron tacones de salón con la naturalidad de quien controla exactamente lo que quiere mostrar. En paralelo, los diseñadores italianos y franceses competían por aligerarlo, por elevarlo aún más, por afilarlo hasta el extremo. El siglo XX fue su época dorada. Las calles, las revistas, los anuncios estaban llenos de piernas cruzadas con zapatos puntiagudos, de mujeres que sabían cómo entrar en una habitación.
La historia del tacón no es lineal, y ha sufrido rotundos rechazos. En la Revolución Francesa se prefirió el zapato plano como símbolo de ruptura con el régimen anterior. En la segunda ola del feminismo los tacones fueron blanco de críticas por representar una idea estética impuesta, diseñada desde fuera y para la mirada masculina. También hubo defensas: para otras mujeres, eran una herramienta de identidad, una forma de destacar. En eventos y desfiles algunas mujeres se han negado a desfilar sobre tacones. No hay consenso, y no lo ha habido nunca.
A pesar de las controversias, nunca han desaparecido del todo. Su función ha cambiado. Se usan menos, y en entornos diferentes. La comodidad manda en la vida cotidiana, pero en ciertas ocasiones, (una reunión importante, una cena señalada, un escenario) reaparecen con la misma intención que hace cien años. Puede que ya no sea obligatorio, pero aún tiene peso y adeptas.
Curiosamente, mientras los diseñadores de lujo perfeccionaban sus formas las mujeres comunes encontraban otras maneras de andar. Desde 2016, las zapatillas deportivas han superado al tacón en ventas. Las alfombras rojas se llenan de suelas planas, a veces de actrices descalzas. Y sin embargo, firmas como Louboutin o Jimmy Choo siguen vendiendo modelos que rozan los quince centímetros.
En ese margen entre la atracción y el rechazo es donde mueve hoy el zapato de tacón. No representa lo mismo para una oficinista que para una drag queen, ni para una adolescente que para una bailarina de tango. Cada quien decide si lo incorpora, si lo evita, si lo reinterpreta. Esa libertad, por sí sola, ya dice mucho más que su altura.
Es solo un zapato, pero ya sabemos, a estas alturas, que un zapato nunca es solo un zapato, y esa premisa se aplica, muy en especial, a los zapatos de tacón. Incluso entre la multitud, quien lo usa siempre delata un propósito.
Espido Freire, autora de “La historia de la mujer en 100 objetos” ed.Esfera Libros, ha seleccionado 31 para una saga veraniega en Artículo14 donde hace un recorrido por algunos de los objetos que más han marcado a las mujeres a lo largo de su historia.