Se alza la voz como brasas vivas en el escenario del Monasterio de El Escorial: un fuego que no quema, sino que ilumina cada resonancia del cuerpo. Allí, bajo la bóveda del Observatorio de lo Invisible, El Niño de Elche convoca una experiencia que trasciende el acto de cantar: sus alumnos se adentran en un mapa sonoro donde la garganta se convierte en puente, el silencio en espacio fértil, y la palabra en materia viva.
Francisco Contreras Molina nació en Elche en 1985, pero hace tiempo que dejó atrás cualquier idea fija de lugar, género o canon. Bajo el nombre de El Niño de Elche ha convertido su voz en un territorio en disputa: entre el flamenco y la performance, entre la poesía y el sonido, entre la liturgia y la protesta. Sus discos —Voces del extremo, Antología del cante flamenco heterodoxo, Flamenco. Mausoleo de celebración, amor y muerte— no se escuchan, se enfrentan. Y sus colaboraciones con artistas como C. Tangana, Rosalía, Israel Galván, Raúl Cantizano o Pedro G. Romero lo han situado en la frontera más fértil del arte sonoro y político.
En el Observatorio de lo Invisible, El Niño de Elche no solo canta: piensa con el cuerpo, improvisa con el archivo, y transmite a sus alumnos una lección esencial, que es también su credo: la voz como tecnología espiritual, la escucha como forma de resistencia. Para él habitar el “fuego en la boca” es aceptar el vértigo de la resonancia, comprender que la voz—esa tecnología íntima—arma y desarma nuestra identidad cultural. En cada inhalación, en cada pétalo vibrado con los labios, se reencuentran ecos del pasado y la posibilidad del mañana. Y en esa llama colectiva, murmura el misterio de lo que llamamos humanidad.

Es la segunda vez que vienes al Observatorio de lo Invisible. ¿Por qué repites?
Este lugar ofrece un espacio muy inusual, ofrece un espacio de encuentro muy diverso, donde se pueden desarrollar muy diferentes relaciones, muy diferentes formas de entender el arte, conversaciones… Es un sitio edificante, gratificante. Siempre que me inviten, seguiré ampliando por arriba y por abajo.
Tu taller se llama “Fuego en la boca”. ¿En qué consiste?
Estamos experimentando todas las posibilidades vocales y bucales. Esto nos invita a pensarnos como carne, como cuerpo, como comunidad, como espacio sonoro; como seres y espacios de posibilidad, que podemos utilizar los sonidos que nos pertenecen y nos rodean para trascender, para entendernos de mejor forma, para entender la posición que ocupamos en el mundo… El sonido es parte de eso que es tan importante, que se llama ‘escucha’.
El sonido, la voz (o las voces), que es nuestro instrumento… ¿Crees que estamos desconectados de nuestra voz?
Parte de los ejercicios que yo desarrollo es tomar conciencia. La escucha es tomar conciencia, de uno mismo, de lo que te rodea, de lo que te atraviesa… La voz o las voces son parte de esa toma de conciencia. No diría tanto que estamos desconectados, porque estamos conectados a la voz, pero sí tenemos que tomar en consideración esas conexiones, reconectar. Y la espiritualidad tiene que ver con eso. No tiene que ver solamente con el descubrimiento, sino con la reconexión, con las cosas olvidadas. Parte de nuestra tragedia moderna es eso: el olvido. No tanto la desconexión como el olvido. Tenemos pequeñas rencillas, y la voz pertenece a esos hilos que tenemos que recoser, y tienen que ver con nuestra emocionalidad, espiritualidad, nuestra forma de entendernos. Las voces y la identidad, el yo y lo que somos, va todo muy unido. Parte de ese “fuego en la boca” tiene que ver con esto.

¿Qué simbolismo tiene el fuego?
Lo ardiente, lo cálido, aquello que nos hace hervir, que tiene que ver con la relación, con el amor, con el desapego, la desintegración, las cenizas, el resurgir, la resurrección, el renacimiento, la iluminación, la observación, el reflejarse en el otro. Quedarse encandilado o embelesado mirando el fuego… El fuego es uno de los elementos más importantes.
¿Qué percibes en los alumnos de tu taller?
Un taller de expresión vocal es un espacio que nos ayuda a entender la voz más allá del canto. Esto siempre genera no sé si una controversia, pero sí un interrogante, porque siempre hemos relacionado la voz cantada con lo musical. Parte de mi trabajo y de mi labor es hacer entender que tenemos mucha más amplitud. Y no es solamente una cuestión de ampliar, sino de entender que tenemos muchas más posibilidades. Espacios como el grito, el silencio, son siempre espacios de posibilidad. Posibilidad de discurso, de expresión, de entendimiento. Después hay un espacio de la voz que muchos ya hemos desarrollado, como el canto, el habla y sus diferentes formas… Pero mi labor es seguir ampliando esa conciencia de qué supone tener este milagro de la voz, qué podemos hacer con ello, como con todo tipo de arte y de tecnología (porque la voz es una tecnología). Luego entraríamos ya en qué entendemos por cantar. Pero todo sonido que se hace a partir de la boca y se hace con una conciencia, con una atención, en un estado especial, se puede denominar canto.

Algunas de las dinámicas que has realizado implican cantar con besos, hacer sonar pétalos… ¿Cómo se conoce y se desarrolla el sonido de la boca?
El besar pertenece a una de las bases elementales de nuestra forma de relacionarnos. Yo soy muy seguidor, y fan, de la gente que cuando te saluda te besa las manos, por ejemplo. Parece que nos da pudor, pero siempre ha sido muy característico. O te besa la cabeza… El mundo del beso culturalmente es muy amplio, pero en cierta manera, más allá de emitir un sonido maravilloso que nos recuerda a nuestras abuelas, contiene una carga cultural y emocional muy fuerte, y sonoramente es muy amplio. El beso es una idea, y a partir de ahí, si pensamos en tecnología bocal, todas las modificaciones bucales que el beso nos invita a hacer provoca que la boca suene de diferente forma. De repente descubrimos que somos una caja de sorpresas sonoras.
¿Cuál es la llama en la que arde tu búsqueda de belleza?
Hay una llama interior, que es la llama de la creación más íntima, que tiene que ver con esta idea de la vocación, de lo misterioso… Por muchas ideas que uno dé en las entrevistas de por qué canta, todo se queda corto. Esto es así, pero es parte de nuestra retórica y de nuestro misterio. Después está la llama del compartir, del comunicar, del preguntarse cómo estos gestos pueden generar una serie de comunidades, de foros, aunque no sabe uno bien por qué: hay un amor, un gusto, una atención hacia ello. ¿Por qué un sonido o una canción puede congregar a miles de personas? Esto tenemos que seguir preguntándonoslo, aunque lo hayamos dado por hecho. ¿Por qué una imagen nos congrega, genera romerías y procesiones, y la gente cruza mundos para ver una imagen, escuchar un sonido o comer un fruto? Esta llama que tiene que ver con lo colectivo es parte del misterio.
¿Haces hincapié en esta dimensión colectiva de la llama?
Es una llama que se aviva por el compartir y por el generar unos foros, unos espacios, que son usuales algunas veces e inusuales en otras. Lo normal es que sean inusuales si tenemos una mirada global. Yo soy hijo de esto, por eso soy un fiel creyente en los conciertos, en el directo, en el acto catártico y en el acto comunitario. Creo que esto sigue siendo muy importante, y sigue siendo muy misterioso. Yo sigo viviendo con fascinación, y no es falsa humildad, cómo la gente se llama para escuchar una canción o un sonido, como las campanas. Las campanas de la llamada a la oración siguen formando parte del misterio.
¿Somos todos parte del mismo fuego?
Yo creo que hay un fuego en el que ardemos todos a la vez. Y hay fuegos en los que no queremos arder. Italo Calvino tiene una imagen muy bonita en relación a los reversos del mundo, a lo que está detrás, que es parte de lo que estamos hablando. Él decía que hay un fuego al que uno no quiere pertenecer, y se aparta. Al apartarte ves a los que también se han apartado, y conoces otras oportunidades, con otro tipo de fuegos, otras temperaturas. A mí no me gusta hablar sólo de la llama o del arder, sino del fuego, que según la distancia o la cercanía con la que te relaciones con él tiene unas características u otras. A mí me gusta el que tiene que ver con lo cálido.
La vocación artística parece a veces algo solitario, que pocos entienden. En cambio, tú destacas la parte comunitaria de la creación.
Confundimos la idea de la soledad con la idea de lo solitario. Para crear sí que hay que ser solitario. Decía Franck Maubert en relación a Giacometti que el hombre solo no existe. Desde pensamientos teológicos o filosóficos, también es verdad que en una conversación de dos siempre hay un tercero. El hombre solo no existe, siempre hay alguien o algo que te acompaña: una luz, un sol, unos campos, una tierra. Puedo entender la idea del solitario, que es un estado para accionarte, pero el hombre solo no existe. No es que no exista porque yo crea que no existe; es que no puede existir. Siendo materialmente estricto, no existe, y esto es una virtud que tenemos que reconocer. Y subir el volumen, si entendemos que eso es positivo. Por eso por mucho que tú estés encerrado pintando, escribiendo o haciendo música en ese estado solitario (como decía Nietzsche, “solitario con ellos”), a partir de ahí todo es comunidad. Simplemente hay que subir el volumen. La obra que tú has creado solitariamente sale y puebla no sólo el imaginario sino los corazones de la gente. Esto sigue siendo parte de lo primordial del arte.