Y digo bien, “última película”. El resto de lo que ha venido después no pueden considerarse como tal, quizás sí como guías de viaje, Lonely Planet carísimos, a unos 18 millones de euros por ciudad: París, Barcelona, Roma, Donosti… tal vez esta última sea su peor guía.
Con casi noventa años, Woody Allen ha publicado su primera novela, ¿Qué pasa con Baum? En realidad, no es una buena noticia y nada hay que celebrar, porque su legión de fans lo que queremos es que estrene una película. Una buena película, si puede ser.
Cualquiera diría que le tengo un paquete importante.
Nada más lejos de la realidad: es mi cineasta favorito.
Quien bien te quiere te hará llorar, dicen. Y él debe de quererme mucho, aunque no me conozca, que yo sepa. En la ceremonia de otoño anual, junto con los paseos por el Retiro y las becadas de Horcher, están dos estrenos: el de los pantalones de pana y “la nueva de Woody”. Y año tras año encuentra la manera de decepcionarme. Ya, ni eso, porque si alguna certeza descartiana había en este universo absurdo y aleatorio, era que, invariablemente, todos los años Woody Allen estrenaba peli. Pero ya no.
Así que he tenido que ir a buscar mi dosis a otros lares.
En concreto a sus libros, tres en los últimos cinco años.
El primero, A propósito de nada, sus memorias: sopa de ganso para listos. Después, una ristra de relatos cortos llamada Gravedad Cero, pero que no funcionan, porque los chistes visuales en papel no hacen gracia. Y Woody es, mal que le pese a él mismo, un artista visual. Eso pensaba yo hasta ahora, que ha caído, calentito en mis manos, su último artefacto, ¿Qué pasa con Baum?, que es igual que sus mejores películas, pero, claro, en novela, que no es lo mismo.
Salgo de La Casa del Libro con el precioso ejemplar, cubierta en bajorrelieve, fuente de letra Windsor Light, la de siempre en sus créditos y en sus libros y obras de teatro, y un diseño de portada que representa a la mueca terrorífica de El grito de Munch, pero cambiándolo por el puente de piedra de Central Park y con el skyline neoyorkino de fondo. Nada hay más Woody Allen, pues. Existencialismo y Manhattan. ¿Qué puede salir mal?
Siguiendo con el continente, se agradecen sus escasas 200 páginas, letra tamaño presbicia, frente a los cachalotes de casi mil con que nos obsequian las editoriales últimamente. En eso literatura y cine van cosidos, en un ejercicio de cuantificación empírica: cuanto más metraje ofrezcas o cuantas más páginas tenga un libro, más barata te resulta la compra en términos de prorrateo. Es verdad que, al estar tan intoxicados por la elefantiasis editorial, en un primer momento llama la atención que el libro entero dure lo que un capitulito de los mostrencos de de Prada, pero desde el punto de vista del contenido, se emparenta con su cine. La gran mayoría de los filmes de Woody Allen no pasan de hora y media, algo impensable hoy en día, pero es tiempo más que suficiente para contar una historia en imágenes. Ciudadano Kane necesita menos de dos horas para explicar la naturaleza humana y 2001: una odisea del espacio poco más para explicar su evolución.
Oye, ¡pero que no has hablado de libro!
Bah, eso es lo de menos. Porque es lo de siempre. Mandanga allenesca para los muy yonquis de su corpus creativo, concentrado en unas pocas páginas. La novela no “va” de nada. Y “va” de todo.
Ahí “va”: dedicado a Soon-Yi, un escritor judío neurótico, ataques de pánico desde la primera página, claustrofobia, religión, casas de campo en Connecticut a las que no quiere ir, punto de vista que va y viene sin justificarse, de narrador omnisciente a primera persona, resonancias magnéticas, psiquiatras, galerías de arte en el Upper East, abundantes ex mujeres, infidelidades, agentes literarios, Nueva York como escenario vital, esquinas de Manhattan donde van y vienen personajes de la alta burguesía intelectual, el Hollywood clásico, el off-Broadway, galerías de arte, Ginsberg, crisis existenciales (“lo que aprendo cada día contradice lo que aprendí el día anterior”), ansiedad, hipocondría, Kierkegaard, Kant, Pisarro, Spinoza, Platón, Ingmar Bergman, Dostoyevski, Chéjov, O’Neill, Kafka, los New York Nicks, Vernon Duke, el jazz, Gertrude Stein, Nöel Coward, Schubert, Bartók y el resto de su altarcito de funkos de la erudición, autosugestión y evidentes ecos autobiográficos (“hoy en día una acusación es como una condena”), drogas del alma -Nexium, Xanax- que forman parte de la farmacopea de todas sus películas, chistes sobre romances en campos de concentración nazis que solo puede permitirse un judío, odio atávico al campo (“¿a quién le gusta un sitio donde tienes que pasear con linterna?”) y el elogio del asfalto, los restaurantes, los clubs a menos de una manzana de Central Park y, sobre todo, de su nihilismo salvaje hacia la condición humana (“su pesadilla recurrente era en la que un jurado popular lo ata, lo amordaza y lo mata a patadas”). Todo Woody, debería titularse la novela, como una antología de Spotify.
¿Algo más que pedir?
Sí. Que fuera una película.
Escondido tras su vieja Olivetti, está el Allen autor flamígero y verborreico, hablando del yo para contarnos el universo. Y me ha dado pena. Pena porque Woody no es un escritor. Es un cineasta. La maravilla de este libro es que se parece más a un guion que a una novela. Estamos tan felizmente intoxicados con el gas Allen, que cualquier cosa que leemos de él nos transporta inmediatamente a su mundo, a sus circunstancias, a sus esquinas de Manhattan y a sus esquinas vitales.
Pero es que este libro, como digo, debería ser una película. Pero no le dejan. Porque ya no tiene el relato, Porque es viejo, muy viejo, porque es anatema y, sobre todo, porque no le dan el dinero.
Parece una reflexión del pobre Asher Baum.
Nota del Autor. Añado este apéndice días después de haber escrito el texto. Leo que la Comunidad de Madrid va a regar la (supuesta) nueva película de Woody Allen con 1,5 millones, con la condición de que sea rodada en la capital. Necesito digerir la información. No sé si es agua de mayo (¡Allen rodando en mi ciudad por fin!) o un burdo acto de marketing para una nueva postal insípida. Si se trata de Woody, prefiero ponerme una venda en los ojos. Y un bozal. “Vamos ver”, como dicen los gallegos.



