En Amiga mía, Raquel Congosto despliega una escritura que entiende el dolor de la ausencia no como clamor, sino como sombra que se extiende lentamente bajo los muebles compartidos. Su novela, publicada por Blackie Books y compuesta por 176 páginas, relata la historia de una amistad de años que se apaga sin grandes explosiones, aún con la certeza de que lo que se pierde era valioso. Congosto no opta por confrontaciones dramáticas, sino por los silencios, los malentendidos que no se corrigieron, las pequeñas grietas de afecto que nunca se repararon. La narradora vive en la misma casa que compartía con la otra amiga, en el dormitorio que antaño fue suyo (“el dormitorio de las pelusas”), evocando cómo lo físico se convierte en reliquia de lo que ya no está.
Durante las primeras páginas, la historia parece casi cotidiana: una pareja, un hijo, rutinas, espacios familiares. La narradora escribe: “Han pasado seis años y yo aún vivo donde vivíamos. En la misma casa. Conocí a Pablo y tuvimos a Matilda. Ahora los tres dormimos en el que fue tu dormitorio, el de las pelusas”. Esa suerte de revelación doméstica sirve como escenario para observar cómo el afecto deja de ser correspondido. Dos amigas dejan de quererse con la naturalidad con la que un dolor comienza: no sucede algo dramático, sino que se escapa el deseo de compartir, el esfuerzo de entenderse, el encanto de la cercanía. Un libro breve, pero intenso, que remueve lo que muchas veces dejamos pasar sin nombrar.

Lo que distingue Amiga mía de otros relatos de rupturas —amorosas, familiares o existenciales— es lo que no se cuenta; o lo que se cuenta tan apenas. Congosto evita grandes traiciones, no instala antagonistas ni provoca cataclismos emocionales. En su lugar, permite al lector percibir cómo dos amigas dejan de serlo simplemente porque ya no encuentran las palabras, los deseos comunes ni los espacios seguros. Hay una maternidad presente que reorganiza la vida de la narradora y la experiencia del hogar. También ese detalle potente de la casa misma: pelusas bajo la cama, compartir o dejar de compartir habitaciones, dormir en el espacio que alguna vez fue del otro. Esos objetos mínimos, esas parcelas de lo tangible, ganan significado y dolor.
Congosto escribe con una voz que recuerda en su claridad a la de Annie Ernaux: hay memorización, reflexión personal y una conciencia de que la identidad cambia cuando perdemos una amistad. El duelo que propone no es solo emocional, es ético, social; porque una amistad también implica reconocimiento mutuo, presencia, confianza, y su pérdida afecta los cimientos mismos de lo que somos. En contexto contemporáneo, donde muchas relaciones se construyen y destruyen a través de redes, de expectativas rápidas, el libro se vuelve necesario: nos recuerda que la amistad que se apaga duele, deja marcas que no se cicatrizan con indiferencia.
Quizás lo más conmovedor de Amiga mía sea su humildad narrativa: no pretende enseñar cómo debe terminar una amistad, ni dictar reglas morales sobre quién erró más o quién tuvo la culpa. La protagonista habla desde el recogimiento, con una mezcla de ternura, culpa, nostalgia y perplejidad. Sus recuerdos no se ordenan para justificar, sino para entender. Y ese acto de entender, que no siempre llega con claridad, es lo que da al libro su fuerza: la conciencia de que muchas veces lo que se deshace entre dos personas no tiene una causa única, ni una palabra que cierre la herida.
Amiga mía es, en suma, una novela que ofrece el duelo como experiencia visible: no solo la ruptura, sino la cicatriz que permanece, el eco de lo que dejamos de compartir, los rincones de la casa que ya no son comunes, y la pelusa que quizá nunca se limpie porque representa algo más que polvo: la huella de quien ya no está.


