Sasha DiGiulian (EUA, 1992) se convirtió el pasado noviembre en la primera mujer en liberar Platinum, una de las rutas más largas y exigentes de El Capitán, la mítica pared de granito del Parque Nacional de Yosemite, California.
Fueron necesarios tres años de preparación, un compañero de cuerda llamado Elliot Faber y una ascensión que estuvo lejos de parecerse al plan original.
El reto que debía completarse en dos semanas se convirtió en una prueba de resistencia extrema: lluvia que pasó a ser nieve, nieve que se convirtió en hielo que caía por todas partes, rachas de viento de más de 80 km/h, nueve días atrapados en la pared y casi tres semanas viviendo suspendidos en la vertical.

En los últimos metros, además, una emergencia obligó a Faber a abandonar y DiGiulian tuvo que continuar con el apoyo de un miembro del equipo de seguridad.
Exhausta y con síntomas de congelación en un pie, alcanzó la cima tras 23 días de ascenso continuo.

La imagen del récord de una mujer sola, temblando de frío sobre la salida de la ruta es solo la superficie de una historia más compleja, la de una deportista que entiende la escalada como un espacio para desafiar no sólo paredes, sino también ideas, prejuicios y estructuras.
Activismo: la otra pared que Sasha decidió escalar
Antes de convertirse en un referente en las grandes paredes, Sasha DiGiulian ya había entendido que su visibilidad tenía un peso.
Mientras otras atletas preferían limitarse al terreno deportivo, ella eligió involucrarse en causas que iban mucho más allá del grado o la dificultad.
Durante años ha colaborado con la ONU Mujeres y con organizaciones como Right to Play o Up2Us, convencida de que el deporte es también una herramienta de transformación social, especialmente para niñas y jóvenes sin referentes femeninos claros.

Su defensa respecto a la igualdad salarial, de oportunidades y de representación en el deporte ha sido constante.
No solo denuncia las brechas existentes, sino que también trabaja para corregirlas desde dentro, participando en debates, campañas y proyectos educativos.
Para DiGiulian, ser “la primera mujer” no es un trofeo personal, mas bien es una forma de abrir una puerta que antes estaba cerrada.
Tampoco ha dudado en usar sus redes sociales con cientos de miles de seguidores para hablar de discriminación, clima, lenguaje sexista en el deporte y derechos de las mujeres, incluso cuando le sugerían que era mejor “centrarse en escalar”, nunca aceptó el rol de atleta decorativa.
Su compromiso tiene un hilo conductor y es el de entender la escalada como un lugar donde también se ponen a prueba las estructuras sociales.
El cuerpo: una relación compleja y profundamente humana
En un deporte donde la fuerza se mide en dedos, antebrazos y dorsales, Sasha aprendió pronto que su cuerpo era, a la vez, su herramienta y el escenario de batallas silenciosas.
A los 18 años ya era campeona del mundo, y aun así tenía que leer comentarios que atribuían su éxito a su peso. Aquello no se convirtió en una anécdota, sino mas bien en una herida.
Ya que con el tiempo, su cuerpo cambió, sus hombros se hicieron más anchos, su espalda más fuerte, había mucha potencia donde antes había ligereza. Lo que para la escalada era evolución natural, para los estereotipos era “un problema”.
“Un vestido me sirve hasta que intento subirlo por los hombros”, contaba. Un recordatorio de que el molde dominante no contempla a una mujer que cuelga de micropresas durante horas.
Durante una etapa, trató de encajar en esa imagen de restricción, culpa y exigencia, sin embargo su madurez y el activismo la empujaron a verlo de otra manera.

Intentaba pensar que sus dorsales que no caben en un vestido son los mismos que la sostienen en rutas imposibles, así como sus callos, su fuerza, sus dedos torcidos hablan de una vida que eligió el movimiento y no la perfección.
La aceptación fue un proceso, no un momento y lo considera una escalada interna tan compleja como cualquiera de sus rutas.
Andrea: quien construyo en Sasha la valentía
Antes de que Sasha aprendiera a gestionar el miedo en una pared, tuvo que aprender a hacerlo en casa y fue Andrea, su madre, la primera en comprender que la escalada no era un capricho sino un lenguaje.
Todo empezó en 1998, en la fiesta de cumpleaños de su hermano en un pequeño rocódromo de Alexandria, donde Sasha tocó por primera vez una pared artificial sin que ninguna de las dos imaginara lo que vendría después.
Con el tiempo, aquella curiosidad infantil se transformó en algo más serio. A los 12 años, Sasha empezó a viajar para competir, y Andrea tuvo que acompañarla a sus primeras rutas y campeonatos.
En ese momento descubrió que el deporte estaba haciendo en su hija algo que ella sola no había conseguido, sacarla de su timidez, antes era más reservada, callada y la escalada la volvió más segura y consciente de sí misma.
Mientras otros padres se preguntaban cómo podía “dejarla hacer eso”, ella decidió acompañarla.
De hecho, en su colegio, algunos padres se sorprendían e incluso cuestionaban que Andrea le diera tanta autonomía para viajar y competir las veces que tuvo que hacerlo sola.
Hacían referencia a las tantas malas decisiones que toman los jovenes, pero ella veía determinación en su hija y decidió confiar plenamente en ella.

Durante años compartieron viajes y entrenamientos. Andrea veía a su hija escribir trabajos del colegio en el coche camino a alguna competición y en ese panorama veía disciplina, no imprudencia.
Años después, cuando Sasha escalaba el Eiger, Andrea siguió sintiendo miedo, el real, el visceral, pero también entendió que ya no podía protegerla como antes.
Le había enseñado a tomar decisiones propias, incluso cuando otros no las entendían. Ese equilibrio entre apoyo y libertad sigue siendo una de las cuerdas invisibles que la sostienen hoy.
Una visión del deporte que no negocia con todo
Para Sasha DiGiulian, la escalada es más que solo un ejercicio físico, es ética, lenguaje y responsabilidad. Por eso no dudó en criticar el formato combinado de la escalada olímpica, que obliga a competir en velocidad, búlder y dificultad.
La velocidad, explicaba, no representa la escalada que ella entiende: la estandarizada, repetitiva, ajena a la creatividad de la roca.
Esto no fue una queja aislada, sino un posicionamiento, argumentando que no todo vale por un espectáculo.
Esa firmeza revela a una deportista que no busca la fama a cualquier precio. Quiere un deporte que evolucione sin perder su esencia.
Tampoco es casualidad que formara parte del proceso para crear el primer emoji de escaladora, alegando que la representación importa.

Y que millones de personas puedan usar una figura femenina colgando de una pared es, para ella, otra forma de abrir camino.
Cuando una pared de granito revela mucho más
Cuando Sasha alcanzó la cima de Platinum tras 23 días, no había público ni celebración, solo viento, frío y temblor en las piernas, sin embargo la foto de una mujer sola en la cima no cuenta toda su historia.
En ese último tramo no subía solo la atleta que resistió tormentas, subía también la mujer que defendió su cuerpo de miradas y comentarios ajenos, que denunció injusticias, que no aceptó moldes y que creció con una madre que la dejó ser valiente.
Visto desde el valle, Platinum son 40 largos verticales, pero visto desde Sasha y quienes conocen su historia, es el mapa de todo lo que la ha construido, disciplina, pensamiento crítico, dudas, fuerza, miedo y convicción.
Por eso su récord no termina en la cima, ya que la verdadera ascensión empezó mucho antes, y continúa cada vez que decide que una pared no es un límite, sino un lugar desde el que cambiar algo.


