En 1935, dos jóvenes filósofos franceses recorrían las calles empedradas de Santillana del Mar. Jean-Paul Sartre, con sus inseparables gafas de miope, y Simone de Beauvoir, con su mirada lúcida y su sonrisa contagiosa, habían dejado atrás el París vibrante para encontrarse de repente en un pueblo medieval del norte de España.
Lo que vieron les descolocó: fachadas románicas, casonas blasonadas, balcones de madera y un silencio que parecía pertenecer a otro siglo.
La impresión fue tan honda que Sartre incluyó una mención a Santillana del Mar en La Náusea (1938), su primera gran obra existencialista. Para el filósofo, aquel lugar simbolizaba lo bello, lo inesperado, lo que sacude al viajero y lo transforma. Desde entonces, el pueblo quedó marcado como “lo más bonito de España” en la memoria de quien más tarde sería el rostro del existencialismo.
Un conjunto histórico que cautiva desde hace siglos
Cuando Sartre y Simone llegaron a Santillana del Mar, la villa ya contaba con el reconocimiento oficial de Conjunto Histórico-Artístico, distinción que obtuvo en 1889. Sin embargo, su prestigio se remonta a siglos atrás.

Fue un enclave medieval de gran importancia en el reino astur-leonés y etapa clave para los peregrinos que recorrían el Camino de Santiago.
La villa creció en torno a la Colegiata de Santa Juliana, que aún hoy se erige como el corazón espiritual y arquitectónico de Santillana del Mar. Con sus muros del siglo XII y su espléndido claustro de capiteles románicos, este monumento resume el alma del pueblo. Para muchos, sentarse en el claustro y dejarse envolver por sus silencios es una experiencia estética tan intensa como cualquier página de Sartre.
El poder de la Colegiata de Santa Juliana
La Colegiata no solo da nombre a Santillana del Mar, sino que es también la primera imagen que recibe al visitante. Patrimonio Nacional desde 1889 y declarada Monumento, la iglesia concentra la esencia del románico cántabro.

Cada capitel narra pasajes bíblicos con una expresividad que sobrecoge, y su emplazamiento invita a la contemplación pausada, lejos de la prisa turística.
En la época de Sartre, Santillana del Mar no tenía las tiendas de recuerdos que hoy abundan. El viajero se encontraba con una villa en la que la historia se vivía en cada piedra, sin artificios ni escenarios preparados para la foto. Esa autenticidad fue la que atrapó a los intelectuales franceses y la que aún hoy sigue seduciendo a quienes llegan desde cualquier rincón del mundo.
Monasterios, casonas y tradiciones vivas
Más allá de la Colegiata, Santillana del Mar sorprende con otros tesoros. El Monasterio Regina Coeli, fundado por los dominicos en el siglo XVI, se convirtió en prisión durante la Guerra Civil.

Hoy, un discreto torno da paso a los dulces elaborados por las Hermanas Clarisas, cuya repostería forma parte de la tradición gastronómica local.
Las calles adoquinadas conducen a plazas donde se levantan torres medievales, palacios barrocos y casonas solariegas que hablan del pasado noble de Santillana del Mar. La Torre del Merino, del siglo XIII, recuerda su función defensiva. La Casa de Leonor de la Vega evoca la memoria de la madre del primer marqués de Santillana, y el Parador Gil Blas, instalado en una antigua casona, ofrece al visitante una experiencia que mezcla historia y hospitalidad.