MODA

Las portadas que reescribieron la historia de la moda en Vogue

Durante 37 años, sus elecciones editoriales marcaron la cultura visual de nuestro tiempo

La moda es un espejo, pero también una forma de contar el tiempo.

Hay mujeres que no necesitan alzar la voz para hacerse escuchar. Que con una inclinación leve de la cabeza ya dan una opinión. Que con unas gafas puestas a deshora pueden organizar el mundo. Anna Wintour ha sido, durante 37 años, esa mujer. La editora que no dirigía una revista, sino una atmósfera. Ahora, con su salida de Vogue EE.UU., deja mucho más que una silla vacía: deja una colección de portadas que han marcado el relato visual de nuestra época.

Recuerdo la primera vez que vi una de sus portadas. No sabía que era suya. Era 1992 y Cindy Crawford aparecía con Richard Gere, los dos vestidos de blanco, envueltos en una calma post-sexo que hacía temblar los quioscos. Era elegante, pero también indomable. Había una tensión cómplice en sus miradas que ningún algoritmo podría producir. Esa fue una de las portadas Wintour: icónica y humana a la vez.

Bajo su dirección, Vogue dejó de hablar solo de ropa y empezó a hablar de cuerpos, de poder, de identidad. A veces para abrazarlos, otras para empujarlos hacia un precipicio visual. Estaban las clásicas, como la de Michelle Obama en 2009 —la primera Primera Dama afroamericana en aparecer en portada—, o la de Hillary Clinton en 2016, con ese gesto contenido que olía a responsabilidad institucional. También la de la princesa Diana en 1991, posando sin tiara y con un jersey blanco: una realeza emocional antes que institucional.

Pero también estaban las sorprendentes: Lena Dunham en 2014, alejándose del canon de belleza; Rihanna embarazada en 2022, mostrando su barriga con orgullo como declaración de moda y maternidad; o incluso el atleta transgénero Chella Man en una edición especial. Y por supuesto, Beyoncé, que en 2018 se convirtió en la primera mujer afroamericana en tener control creativo total sobre su portada de Vogue. Con Wintour, la portada fue convirtiéndose en ensayo.

En 2020, tras el estallido global del movimiento Black Lives Matter, Wintour aprobó una portada con la artista Jordan Casteel, retratando a una mujer negra con naturalidad, sin estilismos. El mensaje era claro: el momento no requería artificio, sino autenticidad.

Las portadas eran, para ella, cartas dirigidas al futuro. Imaginad a alguien que cada mes tiene que decidir qué rostro, qué gesto, qué vestido va a quedar en la historia. No hay margen para el aburrimiento, ni para la mediocridad. Wintour optaba por la tensión. Por incomodar suavemente. Por poner a Kanye West con Kim Kardashian en 2014, cuando medio mundo decía que eso no era “alta moda”. Y sin embargo, ahí estaban: impávidos, como si ya supieran que esa era su era.

También puso en portada a mujeres que hasta entonces habían sido invisibles para el mainstream: actrices afroamericanas como Lupita Nyong’o, modelos plus-size como Ashley Graham, o incluso mujeres sin conexión directa con la moda, como Greta Thunberg. Cada portada era un gesto editorial, un acto político. Wintour sabía que elegir es posicionarse.

No todas sus decisiones fueron bien recibidas. Algunas portadas fueron tachadas de frías, de oportunistas, incluso de injustas. Pero eso es parte del juego. Ser la cara de la moda es también saber que uno está jugando con fuego estético. Y ella, siempre, supo sostener la llama. Su mirada ha sido más constante que cualquier tendencia.

En los últimos años, cuando la industria se volcaba en la inclusividad (no siempre sinceramente), Wintour redobló su estrategia de apertura: diversidad de orígenes, de edades, de cuerpos, de voces. No como una obligación de la agenda política, sino como una forma de ver el mundo desde la elegancia sin exclusiones.

Lo que Anna Wintour hizo con esas portadas fue dibujar una autobiografía colectiva. Como si cada rostro elegido, cada fondo escogido, cada vestido planchado sobre el papel contara algo que no íbamos a entender hasta dentro de años. Ahora que se va, lo que queda no es una nostalgia por la directora, sino por el tiempo que supo capturar.

Quizá el mayor talento de Wintour no haya sido predecir la moda, sino comprender el deseo. Y el deseo, como sabemos, no se enseña, ni se diseña: se intuye. Por eso sus portadas no fueron previsibles. Por eso, muchas veces, no eran bonitas. Eran algo más importante: eran necesarias.

Ahora que se aleja del primer plano, quizá no necesite gafas oscuras. Quizá no necesite nada. Porque, en realidad, ya está en todas partes. Como las portadas que dejó: testigos mudos de una época que a veces olvidamos que ya pasó. Y, quizá, las mejores portadas de su carrera aún no estén en papel, sino en el imaginario colectivo que ella ayudó a construir.

Algunas de las portadas más icónicas bajo el mando de Anna Wintour:

Cindy Crawford y Richard Gere (1992), una sensualidad elegante que rompió moldes.

La princesa Diana (1991), sin corona, pero con humanidad.

Michelle Obama (2009), una portada histórica y luminosa.

Hillary Clinton (2016), símbolo de poder y mesura.

Beyoncé (2018), con control total creativo: un hito.

Rihanna embarazada (2022), maternidad elevada a arte.

Lena Dunham (2014), diversidad real en la narrativa visual.

Ashley Graham (2017), cuerpo y belleza en una nueva dimensión.

Jordan Casteel (2020), autenticidad como respuesta política.

Greta Thunberg (2019), juventud, activismo y cambio climático en portada.

Kanye West y Kim Kardashian (2014), cultura pop en su máximo apogeo.

Cada una, un punto de inflexión. Todas, parte de su legado editorial.

 

 

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