Te despiertas y enciendes tu móvil. Al reconocer tu cara en la penumbra, el dispositivo se abre. Se conecta a la red e informa automáticamente a todas las apps de dónde (y con quién) amaneciste.
Enciendes la tele y ya se sabe qué estás viendo y cuáles son tus opiniones. Sales a la calle, sacas dinero y el gobierno ya le pone nombre a ese máximo de 1.000 euros. Llegado a la oficina, tu jefe sabe cuándo entraste, e incluso, cuánto tiempo en el baño pasaste.
La mayoría de estos procesos ocurren automáticamente, sin que nadie haya decidido compartir esa información de forma consciente. Y no se trata únicamente de reconocimiento facial. Cada gesto, conexión o desplazamiento alimenta un ecosistema que funciona sin que lo percibas.
Mientras Francia sigue llorando la desaparición de unos 80 millones de euros en joyas (un golpe que dejó en evidencia fallos en su vigilancia), en la República China presumen de poder localizar a un hombre escondido, en tan solo unos minutos.
Vivimos rodeados de tecnologías capaces de identificar un rostro entre millones, pero esa sofisticación no siempre va acompañada de una reflexión sobre su potencial impacto en nuestras sociedades.
Los logros del control… y lo que pagamos por ello
Cierto es que cientos de delincuentes y pirómanos son arrestados cada año gracias a las cámaras de establecimientos. Miles de robos son evitados por la disuasión de esos aparatos que nos vigilan a todos, pero ¿cuánta autonomía hemos perdido? Esa es la parte que no aparece en los informes policiales.
La relevancia del seguimiento de vehículos por una carretera o el reconocimiento de las personas son indiscutibles en ciertos casos, aunque también plantea problemas. Recordaremos el triste caso de esa joven gallega cuyo cruel destino nunca hubiera podido ser esclarecido (ni el autor del crimen detenido) sin las imágenes de una gasolinera. Fue una demostración clara de que la videovigilancia tradicional sigue siendo clave, pero que el incremento de cámaras normaliza también un control social constante.
El problema es que, a medida que normalizamos estos usos, también legitimamos un panorama cualquier información puede ser registrada y almacenada.
En Londres, la policía detuvo a varios criminales tras un despliegue experimental en el barrio del Soho. En Estados Unidos, un pedófilo fugitivo fue capturado al intentar renovar su pasaporte tras contrastar su foto con los archivos de la policía. Lo que podía suponer meses de rastreo humano se ejecuta hoy automáticamente, y gracias a chivatos informáticos. Los algoritmos están abiertos las 24 horas, son implacables y obstinados.
Mientras el espectro de escapar a la justicia va encogiéndose, vuelve a surgir la sombra de la alegalidad del uso de estas herramientas en manos de gobiernos y empresas. La última vez que pasé por Miami, los aduaneros americanos sabían quién era antes incluso de decirles “hello”. Tenían claro cuántas veces había visitado su país sin necesidad de abrir mi pasaporte o mi visado. Eso forma parte de su programa federal que analiza datos biométricos y los cruza con antecedentes migratorios.
El fantasma del control social total y de la “sociedad del Gran Hermano”, acecha. Mientras Rusia identifica inmediatamente a manifestantes y disidentes, China controla la asistencia de sus alumnos en clase. Es una vigilancia estructural y es parte de su modelo político inherente. El límite entre proteger y controlar es cada vez más delgado, y más cuando se trata de estados totalitarios.
De Minority Report a la super vigilancia china
Lo que hace veinte años nos parecía futurista, es hoy una situación banalizada. En la película Minority Report (2002) recordaremos cómo Tom Cruise intentaba huir de un sistema capaz de prever los delitos antes incluso de que ocurrieran.

Hoy, sin necesidad de adivinar el futuro, ni leer en los astros, los algoritmos detectan formas de hablar, moverse o andar. Pueden abrirte la puerta de la oficina, dejarte pagar con el móvil o alertar a tu app favorita.
Según la consultora MarketsandMarkets, el mercado global de reconocimiento facial superará los 13.000 millones de dólares en 2028. China lidera la vigilancia estatal total con más de 200 millones de cámaras. Estiman instalar en breve unos 400 millones de cámaras más, integrando inteligencia artificial y todo tipo de información biométrica.
De hecho, y para demostrar su supremacía la máquina política asiática se propuso, en 2017, localizar a un periodista de la BBC en base a esa tecnología. El reportero John Sudworth aceptó prestarse a ese experimento curioso en Guiyang. Las cámaras repartidas por la ciudad lo encontraron en menos de siete minutos. Una demostración pública de hasta dónde puede llegar la cosa.
Rusia pretende seguir esa senda. Todo está centralizado en un programa de reconocimiento de caras y siluetas que podrá ser utilizado tanto para velar sobre la seguridad nacional como para previsibles acciones de control policial.
En Estados Unidos, se almacena, desde hace mucho tiempo, millones de imágenes extraídas de redes sociales para alimentar la información de la seguridad gubernamental y sus distintas agencias. India tiene ya una de las mayores bases de datos del mundo, y Corea del Sur experimenta con el uso de la IA para anticipar patrones de comportamiento.
Europa: defensora de los derechos humanos y sociales
Mientras estos países se adelantan “por la vía rápida” a potenciales escollos y problemas, Bruselas quiere evitar a toda costa la apuesta por modelos similares. El actual Reglamento General de Protección de Datos (GDPR) y la futura Ley de Inteligencia Artificial sitúan los datos biométricos entre los más sensibles. Se exigirá transparencia, supervisión, proporcionalidad por parte de cada estado y se prohibirá su uso en espacios públicos, salvo en situaciones excepcionales de riesgo. Algo que quedará por ver según las leyes locales y excepciones, caso a caso.
Aun así, Europa no está exenta de contradicciones. Aeropuertos, estaciones y carreteras ya utilizan sistemas de lectura automática de matrículas y cámaras inteligentes de forma rutinaria. Si no, que se lo pregunten a los responsables de las arcas de la DGT.
Una opinión pública dividida
Por supuesto que el reconocimiento facial, como otros seguimientos físicos o comportamentales, puede erosionar nuestro entorno privado, cuestionar los límites éticos, pero si sirve para prevenir hechos delictivos, meter en la cárcel a ladrones y chivatos, ¿por qué no utilizarlo?

Podemos preguntarnos, sin embargo, si deberíamos aclarar otra duda igual de importante. ¿Quién controla esos datos, durante cuánto tiempo y con qué garantía de no ser mal utilizados?
Si realizamos un sondeo es más que probable que una parte de la población acepte el reconocimiento facial a cambio de una seguridad tranquilizadora, otra parte temerá que sea una puerta abierta a errores, pérdida de privacidad y potenciales manipulaciones.
A nivel personal, me debato entre la tranquilidad que ofrece ese tipo de herramienta disuasoria y el temor real de que todo esto derive en un control desproporcionado.
El control no se limita a la vigilancia física; también se impone a nuestros hábitos financieros. Ya tenemos que pedir permiso al fisco para gastarnos NUESTRO dinero, tras haber sufragado previamente todo tipo de impuestos de trabajo y rendimientos. Deja entrever que mañana podrían sugerirnos donde gastárnoslo. Este aumento exponencial de trazabilidad no solo afecta a nuestras transacciones, sino al propio equilibrio entre Estado y ciudadanos.
Podría compartir cualquier conversación de WhatsApp sin tapujos, mientras otros ciudadanos prefieren eliminar sus mensajes, evitar los problemas y borrarlo todo. Si hay que enseñar las cartas del juego, las enseñamos todos. Gobernantes, políticos, legisladores y jueces, los primeros.
El caso de la seguridad del Louvre, incapaz de ver lo que tenía delante, es un recordatorio de que incluso los sistemas más avanzados no son tan fiables. Ya no se trata de ser vigilados, sino quién vigila al vigilante.
Las tensiones éticas y morales entre libertad individual y control digital estatal marcarán, sin duda, una de las mayores batallas sociales de esta próxima década.


