Un año del Laborismo: del triunfo arrollador a la decepción

Las lágrimas de la ministra de Finanzas reflejan la confusión de un Gobierno que sigue sin evidenciar proyecto

La imagen de la mujer más poderosa del Gobierno británico llorando en el Parlamento es la última que cualquier primer ministro querría en la semana en la que cumple su primer aniversario en el poder. Y, sin embargo, las lágrimas de Rachel Reeves, ministra de Finanzas, constituyen probablemente la más cruda alegoría de la transformación operada en el año transcurrido desde la aplastante victoria electoral del Laborismo hasta la decepción actual. Aunque desde el Ejecutivo han insistido en que la desazón de Reeves en la sesión de control del pasado miércoles se debía a un “tema personal”, resulta difícil no ver en la aflicción de la ministra el reflejo de un gabinete doblegado por las circunstancias, reactivo en lugar de diligente, a la contra en vez de con iniciativa.

Hace tan solo doce meses, los británicos entregaban a Keir Starmer las llaves del Número 10 de Downing Street, tras 14 años de gestión conservadora, marcada por los escándalos, la frenética rotación de líderes, el Brexit y la pandemia del coronavirus. Su aire de competencia, su perfil tecnócrata y una brillante trayectoria legal en el ámbito de los Derechos Humanos parecían traer de vuelta la seriedad a la política de Reino Unido, si bien su triunfo en las urnas se debió menos a su magnetismo, y más al rechazo mayoritario a los ‘tories’.

El primer ministro británico Keir Starmer.
EFE/EPA/NEIL HALL

La adaptación para una nueva administración nunca es fácil, pero Starmer asumía una complicada herencia de asfixia económica, monumental gasto social y el contexto internacional más agitado en décadas. El primer ministro optó por la contención y, frente a la euforia colectiva que había caracterizado el inicio del mandato de Tony Blair en 1997, Starmer adoptó un tono casi lúgubre, en línea con las decisiones difíciles que, desde el primer día, admitió que tendría que adoptar.

En sintonía con Reeves, el primer ministro hablaba de la toxicidad del legado recibido y, en los primeros meses, el único anuncio significativo fue la retirada de las ayudas universales para electricidad y gas a los pensionistas. La medida, extremadamente impopular, supuso un punto de inflexión, el fin de la luna de miel preliminar y el comienzo de un desgaste acelerado, más propio de años en el poder que de un Gobierno recién estrenado, con una privilegiada mayoría parlamentaria.

Aunque algunos pasos en falso se podrían achacar a la bisoñez inicial, como las controvertidas donaciones para vestuario, incluyendo el de la esposa del primer ministro, o costosas entradas para espectáculos como el concierto de Taylor Swift, la tónica dominante prácticamente desde el principio es la sensación de que, más allá de gestionar una dificultosa herencia, el Ejecutivo no tiene claro qué quiere hacer con el poder. Es como si todos sus esfuerzos se hubiesen centrado en obtenerlo, sin margen para perfilar sus aspiraciones una vez instalado en él. Como consecuencia, en tan solo doce meses, se ha visto forzado a humillantes claudicaciones, entre ellas, la de la mencionada retirada de las ayudas a los pensionistas o, esta misma semana en el Parlamento, la suspensión de una importante reforma social, debido al motín entre los propios diputados laboristas.

Keir
El primer ministro británico, Keir Starmer
Efe

Starmer ha admitido errores y ha asumido personalmente la responsabilidad, pero la percepción de caos en el Número 10, la dificultad de hacer llegar un mensaje claro y la crisis en bucle en la que parece instalado su gabinete le han granjeado el infame récord de baja popularidad, menos 46, según datos del gigante demoscópico YouGov. Ninguno de sus sucesores había experimentado un deterioro tan abrupto de la reputación y, aunque teóricamente faltan cuatro años para las próximas generales, la siempre feroz prensa británica alentaba estos días comparaciones entre la situación actual y los tumultuosos últimos días de Boris Johnson, o Liz Truss (forzada a dimitir tras 45 días en el cargo).

Hipérboles aparte, el Gobierno afronta una monumental tarea para revertir la narrativa. A su favor tiene que, en ciertas coyunturas, ha sabido responder, como la rápida y efectiva reacción ante los disturbios registrados el pasado verano, cuando los bulos sobre la autoría del brutal ataque en Southport, en el que fallecieron tres niñas de entre 6 y 9 años, azuzados por la esfera de la extrema derecha, prendieron la mecha en la calle. Adicionalmente, en materia exterior, Starmer ha demostrado una habilidad notable, logrando un renovado acercamiento a la Unión Europa, que ha combinado con una sorprendentemente cordial sintonía con Donald Trump, dada la extrema importancia estratégica que Reino Unido otorga a la relación con Estados Unidos.

Donald Trump junto a Keir Starmer en la reunión del G7.
Ludovic Marin

Como resultado, ha firmado acuerdos comerciales con ambos, así como con potencias como la India, ha tratado de galvanizar una coalición de socios para apoyar a Ucrania y ha conseguido resolver, tras años de parálisis, el fleco pendiente del encaje de Gibraltar en la realidad post-Brexit. El propio primer ministro ha reconocido que, en ocasiones, ha sido precisamente esta frenética actividad diplomática la que lo ha llevado a bajar la guardia en el frente doméstico, pero el malestar en sus propias filas va más allá de la agenda internacional, y varios de sus diputados han denunciado públicamente que jamás han hablado con el primer ministro.

Cerrar esta brecha será clave. Pese a la abultada hegemonía parlamentaria, es imposible gobernar sin el apoyo mayoritario de las bases, por lo que el Ejecutivo necesita demostrar no solo a los suyos, sino a la ciudadanía en su conjunto, que entiende la frustración y sabe cómo resolverla. Starmer dice siempre que su visión es a largo plazo y que los primeros lances requerían medicina dura para estabilizar las finanzas públicas. Ahora es momento, por tanto, de pasar a la fase de ejecución material, si el Laborismo aspira a la ansiada “década de renovación nacional” que había prometido hace ahora un año, cuando las únicas lágrimas de Reeves eran de alegría.