Los antiguos griegos no creían en la culpa como tal. Pensaban que todo provenía un poco de la voluntad de los dioses, pero Aristóteles cambió este concepto y entendió que la culpa nace de una decisión voluntaria del hombre, y no de una especie de predeterminación natural. El cristianismo pide que asumamos nuestras culpas y que hagamos propósito de enmienda, pero en estos días tendemos más a culpar a los demás de lo que ocurre que a culparnos a nosotros mismos, y de lo del propósito de enmienda, ni hablamos.
Pero vayamos a lo práctico: los Reyes Católicos, Franco y Hitler culparon a los judíos (en mayor o menor medida, pero Hitler rompió récords y llevó a cabo una campaña de aniquilación contra ellos nunca vista); Carlos III, María Cristina de Nápoles y Manuel Azaña, hicieron lo propio con los jesuitas, que fueron expulsados hasta tres veces de España. Stalin culpó a todo el mundo y fue liquidando a todo aquel que él consideraba traidor, un concepto que fue cambiando a lo largo de su vida según variaba su modo de ver a quienes amenazaban su poder omnímodo.
En Cuba todos los males se achacan al imperialismo americano; en Estados Unidos, Donald Trump ve como origen de todos los males a los inmigrantes, a Biden, a Obama, y a los chinos (y no necesariamente por este orden, varía según el día); Putin tiene fijación con el depravado occidente, pero el récord se lo lleva el régimen chavista de Venezuela. El país sufre constantes apagones a causa de la falta de inversiones en la red eléctrica.
La cosa viene de lejos: comenzó en 2008 y sigue hasta nuestros días. Y, según el Gobierno, son varios los culpables de estos males: los americanos, por supuesto, y también la derecha colombiana, pero el récord se lo llevan los animales (esto no lo veían venir, ¿eh?). Primero culparon a una iguana, aunque nadie supo explicar muy bien por qué un reptil herbívoro que casi no tiene dientes, se puso a comer cable como un loco; después le echaron la culpa a una bandada de golondrinas, quienes no jugaron, llamando con el ala a sus cristales, al estilo de la rima de Bécquer, sino que causaron un problema mayor: la suspensión del servicio en el estado de Mérida. Pero, por lo visto, estos no fueron los únicos animales entrenados para dejar sin luz a los venezolanos: una zarigüeya, que es como una especie de rata grande (que me perdonen los expertos por comparar a un roedor con un marsupial), dejó sin luz a Ciudad Guyana.
En España somos especialistas también en culpar a otros: Irene Montero, por ejemplo, achaca a los jueces una y otra vez el enorme agujero legal de su ‘Ley del sólo sí es sí’ que ha permitido dejar en la calle de manera anticipada a más de mil cuatrocientos agresores sexuales. Y en Valencia, las administraciones se lanzan unas contra otras la responsabilidad por la inacción y la nefasta gestión que causó 227 muertos. El presidente Mazón todavía no ha explicado, además, por qué estuvo desaparecido varias horas de aquella fatídica tarde.
El último ejemplo de esta mala costumbre lo hemos visto estos días: nadie sabe decir cuál fue la causa del apagón masivo que dejó a España y a Portugal sin luz, pero Pedro Sánchez ya ha señalado a los posibles culpables: a “los operadores privados” del sector. Lo que no dice el presidente del Gobierno es que el estado tiene un veinte por ciento del capital de Red Eléctrica, y que nada se mueve en ese mundo sin que lo indique el Ministerio para la Transición Ecológica. El problema, como bien ha señalado el exministro socialista, Jordi Sevilla, es haber hecho un plan energético atendiendo especialmente al “mesianismo renovable”, sin escuchar las advertencias de los técnicos. Ya lo decía Concepción Arenal: “Cuando la culpa es de todos, la culpa no es de nadie”. Será de los dioses, entonces.